(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)

la marioneta blanca

 

 

Había algo muy equivocado en esa manera que tenía Solange de mirar las cosas. Te hacía sentir muy incómodo y al cabo te desconcertaba. Y no era que su comportamiento fuese en sí desagradable. Nada de eso. Era que, sin darte cuenta, ella te convertía en testigo de su raro parpadeo. De un parpadeo tan irresistible que la hacía concentrar en un guiño la voracidad de sus pupilas.

La primera vez que la vi fue desde el balcón de mi casa una noche después de la lluvia. La luna apenas menguaba y me alcanzó para vislumbrarla en el más inusual de los sitios: la horqueta de un viejo árbol que se ahuecaba excediendo el muro que hacía de cerco a un vertedero lleno de escoria, basura y restos. Vaya, me dije (tirándomelas de indulgente): cada quien que asiente sus nalgas donde mejor le entretenga. Pero confieso que cuanto más la miraba, maravillado y sin disimulo, menos entendía cómo aquella diminuta mujer, vestida de punta en blanco, había conseguido encaramarse en semejantes alturas. Me enterneció verla allí sentada, en esa postura contemplativa, como si se estuviese chupando en seco aquel reguero de desperdicios; y aunque no se me ocurrió llevar la cuenta de lo que aguantó entre esas ramas, sí que recuerdo que me asomé varias veces y que ella seguía imperturbada. Y es que el morbo me podía —¡lo confieso y faltaba más!—.  No me iba yo a perder el fenómeno: el temblequeo titilante que tenía esa mujer en el cuerpo. Podía notar cómo se zarandeaba, cómo hundía la cabeza en los hombros, cómo meneaba sin parar el rostro y movía las extremidades como un polichinela. Supongo que la luz polvorienta que caía en rayos de la luna ayudaba a fabricar esa imagen; pero aún así tuve la impresión brutal de que algo escapaba al efecto, y pensé a la larga que las palabras “marioneta” y “muy blanca” servían acaso para describirla, mientras no se me ocurriesen otras que le ajustaran mejor.

El encuentro número dos ocurrió también de noche, pero esa vez fue más cercano y había desde luego más luz. Íbamos por la misma acera, ella bajaba y yo subía, así es que la vi de frente en el momento en que nos cruzamos: tenía la piel muy clara, prácticamente incolora y una melena rubísima que no pa­recía estar pintada. Conjeturé que podría ser albina, pero recordé que los albinos tienen siempre el iris pálido, de un color celeste líquido, y que esos ojazos redondos eran más bien ambarinos, amarillentos, prácticamente dorados, abiertos como dos fanales en un corazón de alabastro.

Cuando sucedió el tercer encuentro yo ya le había puesto nombre: “la marioneta blanca”. No sé si porque soy ilustrador gráfico, o porque desde niño los títeres, las marionetas y las pantomimas me provocan una impresión ambigua de atracción y de rechazo: como de pánico y ternura al mismo tiempo.  En fin —y por la razón que fuera —, la sensación que esa mujer propagaba era la de una figurita de guiñol, un polichinela.

Con el tercer encuentro, lo admito, me puse atrevidísimo. Le seguí los pasos hasta el terraplén, y cuando alcanzó la horqueta del muro supuse que se subiría; pero no, la marioneta blanca se fue directo al vertedero, y yo me fui a su zaga sin que ella se diera cuenta. La vi hurgar entre la maleza, escarbar trastos, cosas viejas. Se desplazaba a saltitos por aquel basurero entre breñas. Daba la vuelta, observaba, volvía a agacharse y se erguía; parecía buscar ciertas cosas que iba encontrando aquí y allá: un portarretratos desvencijado, una botellita de vidrio, el esqueleto de un paraguas, una percha, una gaveta, la cabeza de una muñeca de caucho, una sartén quemada, un mosaico, un recipiente de chapa... y se empeñaba luego en acomodarlos (con cuidado, hasta con cierto mimo) sobre el dintel de piedras tumbadas de un arruinado tabique.

 Entonces parecía procesarlos —digo yo— a punto fijo, y se embebía golosa repasando uno tras otro aquellos chismes. Los enfocaba a secas y se les quedaba mirando... mirando con ojos sin guiño, inflando y desinflando el pecho, sacudiéndose como un títere desbalanceado y sin hilos, con aquel rostro blanquísimo en forma de corazón, encajado en mitad de los hombros.

Y cuando aquel festín de avíos pareció alcanzar su clímax, yo la vi sacudirse el lomo, encorvar la cabeza en la nuca, recular para hacer distancia y luego echarse enseguida en volandas, tremenda, sobre aquella hilera servida, arrojándolo todo en el suelo.

II

Fue la portera quien me contó que la marioneta blanca se llamaba Solange. “Solange... no sé qué” —me dijo— revelándome que pensaba que era enfermera, médica o algo por el estilo,  porque andaba siempre de blanco; que solamente llevaba dos semanas viviendo en el edificio, que su apartamento quedaba en la misma planta que el mío (de hecho en la puerta de enfrente), que ambos compartíamos el tendedero, y que cómo era que yo no me había dado cuenta, si todas las ventanas interiores, incluyendo la de la cocina, daban frente con frente.

La verdad es que me impresionó (y no sin su dosis de morbo) saber que vivíamos tan cerca. La pequeña marioneta blanca, que ahora se llamaba Solange, con su pinta de chiquilla gótica, su pelo flechudo y pálido, esos ojillos noctívagos de rarísimo resplandor, me traía ya mordido el seso desde que la observé por primera vez muy sentadita y compuesta en la horqueta del árbol del muro; pero no fue sino hasta que la vi llenándose la mirada de trastos viejos, atragantándose las pupilas en aquel vertedero vecino, que había terminado de volarme de lleno la cabeza.

Así que tenía por vecina a una señorita rara. ¿Qué tan “rarita” sería? Preferí tomarlo con calma. “Es mejor ser prudente”. Me dije. No fuera yo, por ligero, a pecar de partida de “excéntrico” ni mucho menos a prejuiciar demasiado aquel momento. Después de todo  —convine—  cualquiera entiende que en ciertos casos las no­ciones de lo que es “normal” y lo que es “extraordinario” dejan de ser preci­sas y pasan a ser tan relativas como arriba y abajo, delante y detrás, aquí y allá... En fin, ya veríamos.  De momento, estaba todavía en el proceso de asimilar la realidad de que ocupábamos la misma planta, y de que la parte interior de nuestros apartamentos compartía un patio común, de tal manera que las cocinas, los tendederos y las habitaciones traseras, se miraban entre sí. Mis ventanas tenían persianas, e incluso cortinas, pero por alguna razón las de ella no, y me preguntaba por qué no habría colgado todavía unos cuantos trapos para ocultar la vista. “Bueno, allá ella”, pensé, interpretándolo como una invitación personal al fisgoneo.

Invitación que me tomé. ¿Y por qué no? A fin de cuentas me picaba la curiosidad por todo el cuerpo. Quería saber más de ella: quién era, a qué se dedicaba, por qué diablos hacía lo que yo imaginaba que hacía... (si es que acaso lo hacía).  Pero lo cierto es que me lo estaba poniendo difícil la señorita Solange. Yo, el fisgón, por más que me empeñaba en llevar a cabo mi labor de fisgoneo, no lograba obtener ningún resultado digno de recordación. Y eso que mi oficio de diseñador gráfico me permitía trabajar desde casa, o lo que es lo mismo: a pesar de que contaba con el tiempo, la indiscreción y las ganas. Lo único cierto es que al cabo de medio mes de empeño, todo lo que había alcanzado a deducir era que Solange vivía sola, que era una criatura noctámbula y que no atendía ningún horario regular fuera de casa. Vamos, lo mismo que yo. 

Hasta que todo cambió...

III

Un ruido me arrancó del sueño y me acerqué a la cocina a beber un vaso de agua. Envuelta en una sábana, con las mechas de sus pelos blancos parados en pico por toda la cabeza, vi a Solange en la ventana de enfrente sentada encima de la mesa, acurrucada. Le temblaba todo el cuerpo. Salí al balconcito del tendedero. En lo alto del patio interior, la cara llena de la luna aparecía tan sombreada que resultaba como espolvoreada por un montón de manchitas. Un efecto de conjunto muy notable. Lograba distinguir tal vez un metro detrás de la ventana pero a partir de ahí mi vista no avanzaba. No sabía si sus ojos me enfocaban o si miraba otra cosa en concreto. Lo único que captaba era que el contorno de su figura era bastante disparejo y que sus hombros parecían ascender y descender de forma pausada pero con grandes sacudidas.

La saludé con la cabeza y levantando un poco la mano, pero ella no se inmutó; sin embargo —y cosa rara— nos quedamos enfrentados en la oscuridad durante un rato, pero mientras que a mis pupilas les costaba adaptarse a la negrura, yo podía sentir las suyas alrededor de mi cuerpo. Era como si esa agitación insufrible se superpusiera como una pantalla, sobre aquellos ojos llenos de chispas que me habían encandilado vidriosos en nuestros encuentros anteriores. Y repasé de nuevo, entre embebecimiento y alarma, la noche en la que aquella marioneta blanca correteaba por el vertedero como si se estuviese comiendo los objetos con la vista.

Algo pasó en algún momento, cuando la luz de la luna cambió y todo empezó a ondularse.  Percibí cómo se iban desplegando, en el trazo de sus alrededores, una variedad de círculos concéntricos, iridiscentes y agudos, que parecían luego encogerse en un resplandor borroso que me obligaba a pestañear rápidamente y sin control. Ella también parpadeaba, y lo hacía con precipitación, hasta que se interrumpió levantando la mano, como quien espera dar una orden de partida, y se dio la vuelta. Me resultaba chocante pero no podía apartar la vista. Mis propios ojos estaban fuera de control y parpadeaban, parpadeaban, parpadeaban.

En una página de internet yo había encontrado algo que decía más o menos así: “¿Alguna vez te has topado con una persona que por más que le dabas explicaciones, su mirada se sentía ‘vacía’ de entendimiento? Faltaba ese ´algo´ que no podemos definir, pero sabemos que está ahí: Nuestro interlocutor no nos ha entendido en lo más mínimo, o al menos en gran parte.  ¿Cómo podemos detectar esta situación? ¿Existirá un gesto que nos ayude a determinar si nos entendieron o no? Afortunadamente sí lo hay: parpadear. Parpadear equivale a comprender. Si no parpadeamos vemos, pero no entendemos...”

(¿Parpadeo, luego comprendo?)

Al día siguiente sucedió algo que no sé si lograré contar bien, porque es inexplicable. Venía yo caminando desde el supermercado a mi casa, mirando como de costumbre los escaparates en la avenida, cuando tomé conciencia de que no comprendía los objetos que se exhibían tras los cristales; es decir la mayoría de las cosas pasaban sin matices diferenciales frente a mis sentidos. Los observaba pero no alcanzaba a  distinguirlos, no me llegaba su significado convencional. Todo eso en lo que pensamos cuando miramos un par de zapatos: un cierto estilo, la moda, el material de que están hechos, si son de piel, de tela, de plástico; si nos parecen cómodos, si los habría en nuestra talla... en fin, ese tipo de apreciaciones específicas se había evaporado de mi percepción sin dejar en su lugar más que una secuencia deshilachada y difusa, de la misma manera que cuando de niños jugábamos a repetir una misma palabra como una cantilena, hasta que no quedaba sino un mero sonido fragmentado: zapatos, papatos, patos, atos. Algo parecido era lo que me pasaba; mi mente estaba acelerando las formas hasta perder los conceptos: los muebles, la comida, los vestidos, los libros, los electrodomésticos, los juguetes, la gente... La agnosia continuó al llegar a casa. Era como si un corto circuito me hubiese fracturado el sistema perceptivo. Fui a verme en el espejo y me invadió el desamparo de un enfermo de Alzheimer. Había olvidado mi semblante, mis rasgos, el contorno de mi cuerpo, la ruta regular de los espacios y las cosas: la mesa, el sofá, los libreros, las persianas, la taza de té verde junto al teléfono inalámbrico, la libreta de dibujo, los lápices, la computadora, mis cuadros, el frasco de antistamínicos...   Di de pronto con la cama y me tiré vestido en ella con la esperanza de que el sueño me devolviera a la normalidad.

Entrada la madrugada, al abrir los ojos, me sentí como un sobreviviente cuando pude confirmar que los circuitos de mi mente se habían regenerado devolviéndole a cada cosa su propia identidad. Necesitaba, no obstante, vencer todavía una cierta sensación de obstáculo en mi interior. No estaba ni siquiera seguro de lo que era, así que me fui a la cocina, me hice un sándwich y me mantuve allí sentado en la oscuridad atormentándome la conciencia. De hecho no me apetecía levantarme, pero cuando escuché que Solange, al otro lado del patio, pronunció mi nombre (era la primera vez que le oía la voz), me levanté como un resorte y me asomé al tendedero para devolverle el saludo, darle las buenas noches, hacerle saber que no me sentía bien y que me regresaba enseguida a la cama. Ella, por su parte, me dijo muchas más cosas, pero a decir verdad, no la entendí. Supuse que me estaba quedando dormido, pues parecía estarme hablando en un idioma para mí desconocido y con una ausencia total de entonación. Otra vez me despedí de ella y salí de la cocina, pero al pasar por la puerta de la habitación trasera rumbo a mi dormitorio, la vi que se había parado justo enfrente de esa otra ventana y que un resplandor difuso perfilaba su contorno. Solange abría la boca, parecía estar hablándome sin emitir sonidos, como si fuera el personaje de una película muda, moviendo las mandíbulas con todos los gestos precisos de quien está diciendo un largo parlamento.

Sentía los ojos resecos, los párpados pesados y pensé en lo que había estado leyendo sobre la falta de parpadeo. ¿Era eso lo que me estaba sucediendo, lo que me había ocurrido el día anterior... que había dejado de parpadear? ¿Y por qué tenía la impresión de que Solange, mi vecina, tenía algo que ver con esa disfunción visual? 

Y he aquí lo más extraordinario: No parecía haber lámpara alguna encendida y sin embargo se le perfilaba todo el contorno del cuerpo, mientras se movía por aquella habitación sin más luz que la de la luna. Quedé fascinado. Parpadeo o no parpadeo, aquello no era natural, parecía una escena cinematográfica: un montaje de película. No podía dejar de observar también cómo todas las cosas que ella tocaba, o enfocaba con la vista, se iban iluminando igualmente a su alrededor. La realidad es que era incongruente más que extraordinario. ¿Cómo podía ser que sin iluminación yo podía ver a Solange desde mi ventana trasera brillando como una bombilla? No me quedó más remedio que aceptarlo: esa mujer no sólo se “comía los objetos con los ojos”, también emitía luz.

Mientras yo me quedaba paralizado sin poder reaccionar, Solange estaba que no paraba de un lado para el otro. La habitación parecía estar atestada de cosas casuales: muñecas, juguetes, cuadros... trastes y cachivaches acumulados por todas partes. Pude ver al menos tres carteles de cine de los años cincuenta, una caja repleta de grandes rollos de celuloide; revistas —montones de ellas—, esferas metálicas, de cristal, de plástico, mapamundis, lámparas, figurillas de porcelana, viejas cámaras fotográficas, bultos y maletines esparcidos por el suelo o apilados ente las baldas de una fila de repisas...

Situada casi al margen de mi línea de visión, alcanzaba a verle el rostro a la marioneta blanca, con su pequeña boca entreabierta y los labios en movimiento como si mascullara. Ella alumbró con sus ojos una excelente reproducción enmarcada de uno de los arlequines de Picasso, y yo me pregunté por qué Solange me había elegido a mí como cómplice de su juego. Era la primera vez que esa pregunta me cruzaba la cabeza, y no me gustaban para nada las potenciales respuestas. Me había creado a mí mismo una trampa. Una perfecta celada, y lo peor es que hasta me había divertido a conciencia destruyendo el mapa. Por lo general, uno siempre se esfuerza por parecerse a su mejor imagen.  Pues, en ese momento, yo no.  Cuántas cosas me estaba perdiendo del mundo, de mi vida diaria.  Soy una persona gregaria y me lastimaba la ausencia de todas aquellas relaciones de las que huía por la tentación de una proximidad imaginaria que me hacía darme la espalda a mí mismo. Había despachado con prisas buena parte de mi trabajo y ya ni siquiera recordaba la mecánica de mis ocupaciones.  No diseñaba ni un trazo.  No graficaba un sólo píxel. A cambio, y porque me lo pedían los dedos, me ponía a dibujar a Solange, sólo a ella. La miraba desde el balcón de la terraza cuando estaba en su lugar favorito, el de la horqueta quemada por el rayo, para enseguida (y eso me mosqueaba) darme cuenta que ya estaba arriba, en su apartamento, mostrándome su fluorescencia detrás de las ventanas.  Era cosa de locos. Sí... ¡De locos como yo!

Di unos pasos por la habitación. Entré a la sala, salí a la terraza. Sen­tía a mis espaldas las pupilas de la marioneta blanca. La oía respirar conteniendo el aliento, y  hasta se me antojaba percibir aquel silbidito ululante; o de no, el resplandor de sus sombras descubriéndome su piel. Me estaba acobardando, ya lo sé. Sentía que Solange me había arrastrado; o mejor dicho: que yo me había dejado arras­trar, hasta un escenario en el que ella había puesto las luces, el guión y el tinglado y ahora espera­ba que yo representase un papel. ¿Qué pa­pel? Lo ignoraba. Pero deducía que debía esperar: como un telón que se levanta, como un timbrazo en la puerta, como una invitación a mirar.

Una mujer a la que ni siguiera conocía, con la que apenas había cruzado un par de palabras en mi vida, había conseguido imponerme una especie de responsabili­dad vigilante: estar pendiente de ella. Una responsabilidad que creaba entre ambos un miste­rioso vínculo que nos separaba del resto y nos colocaba en un sitio común.

¡Qué mujer más rara! — (Qué más podía decir...)

Pero con pensar que Solange era “rara” —incluso rarísima— no se ganaba mucho si ella misma seguía allí, en la ventana de enfrente, brillando como una bombilla y mirando a saber qué cosas con sus fantásticas pupilas de cernícalo famélico. Me sentía ame­nazado, avergonzado, asustado, idiotizado y por encima de todos los “ados”, terriblemente obse­sionado.

Y es que me pasaba las noches en blanco. Apenas comía. No salía. No dibujaba. No me hablaba con nadie. No había vuelto a digitalizar ni un píxel en las últimas seis semanas. Ni siquiera me había puesto en contacto con la compañía que contrataba mis bien pagados servicios gráficos. Todas las horas de mi día giraban alrededor de Solange. Perseguía a aquella marioneta blanca como un desesperado. Iba de la cocina al balcón, del balcón a la ventana trasera. Entraba y salía a su zaga de una habitación a la otra, dejaba abierta la puerta del tendedero, enrollaba las persianas y las volvía a desenrollar, colgaba ropa, encendía las luces, las apagaba, trastocaba y movía sin propósito mis utensilios de trabajo, canturreaba en voz alta, arrastraba la mesa y me sentaba frente a la ventana, demostrándole en todas las formas que no me estaba intimi­dado. (¿O sí?) Y cuanto más agudamente me esforzaba por llamar su atención, tanto más atrevida se volvía Solange en sus modales, permitiéndome seguirle la pista tras el telón de sus aposentos y ante la impavidez de su mirada. Porque Solange seguía mirándome. Se­guía mirándome...

IV

Una madrugada lluviosa, abandonándome a una suerte de vértigo me volví de golpe hacia ella y le pedí que me dejara tranquilo, que quién se había creído que era para dislocarme mi entorno así...

¿Por qué lo hice? ¿Debí ser más prudente? ¿Más sincero? Después de todo: ¿quién perseguía a quién? No lo sé. Supongo que tendría también que haber previsto las consecuencias de mi desafuero, pues aquella chi­flada seguía mirándome, si, pero las pupilas que antes parecían es­perar algo tremendo ahora se habían he­cho añicos. Solange lloraba. Lloraba con los blancos brazos recogidos sobre el regazo, como dos alas caídas. Lloraba retorciéndose encima de la mesa de su cocina. Lloraba y no dejaba de mirarme desde el otro lado del patio interior.

Eran suspiros silbantes los que pa­recían surgir de sus entrañas. Y había también una especie de cadencia en esa manera suya de sollozar. Un sonido corto e impetuoso acompañado de otro más liviano, más tranquilo, como un mochuelo ululando en el fondo de un matorral. Recuerdo que esos dos sonidos (uno acompasado y otro arisco) se fueron repitiendo de forma alternativa por mucho más de una hora. Entre ellos se intercalaba, y para ahondar más mi desconcierto, una sinuosa cancioncilla, casi como una letanía, que me llevó a creer que todo era parte de una ceremonia ocultista, de un montaje, con algún significado ritual (y a saber si no era yo la víctima propiciatoria).

En el contexto de aquellos desbalances (y expiaciones a mi costa) hubo —recuerdo—, una noche especial en que me sentí tremendamente vulnerable. Temí que el efecto de su mirada no solo conseguía despojarme de todas mis vestimentas, sino que de hecho pretendía conquistar mis músculos, mis vísceras y mis nervios. La insólita idea de que esa mujer, realmente, pudiese estar bebiéndose el “alma” de las cosas con su visión de cernícalo me puso la carne de gallina. Mientras pensaba en ello, detrás del parapeto de unas cortinas, oí como un címbalo su voz:

 —En la oscuridad las cosas son más reales —dijo agarrando con una mano sobre el pecho el borde de la blanca toalla con la que se envolvía el cuerpo húmedo, mientras se iba sacudiendo con la otra el pelo—. Pero si me paso demasiado tiempo a oscuras, se me hace duro regresar al sol. Como te habrás dado cuenta, casi no salgo de día.  No tengo suficiente melanina. Pero no, no soy albina, por si acaso te lo piensas.

No me apetece repetir ahora lo que se me ocurrió decirle entonces. (Ya he delatado bastante mi torpeza). Le hice una pregunta válida, pero me equivoque con las comparaciones. Ella sólo me contestó: “Yo no como gente”. Y como si estuviera calibrando la intensidad en un interruptor eléctrico, pude ver cómo el fulgor agudísimo de sus pupilas, con cada parpadeo iba perdiendo fuerza gradualmente... hasta que se apagó....

—Si me haces el favor —me dijo enseguida con serenidad— ¿serías tan amable de darte la vuelta o apartarte de la ventana? Verme desnuda no te resultará tan interesante como piensas.

 Cuando le di la espalda escuché que me decía “Gracias”; pero aunque lo intenté, no conseguí expresarle lo que me hubiese gustado agregar. Podía pensar cualquier cosa, por extraño que parezca, pero no podía articular palabra, no me salía la voz. Se me había trancado de tal modo el gollete que casi podía sentir con la lengua el cerrojo de un candado con tres vueltas de llave en el paladar.

Cerré la persiana e intenté imaginar cómo sería la desnudez de una mujer de blancura invernal, con las piernas heladas de escarcha y un par de cerritos nevados por senos; pero el morbo cedió bien pronto a una mezcla de susto y cautela, y me conformé con creer que a pesar de su lividez no sería insensible al tacto, y tal vez ni siquiera fría.

Estaba a mitad de otro bostezo cuando algo empezó a suceder en la ventana de mi dormitorio (que no se abría al patio interior, sino sobre una vereda ajardinada rodeada de altísimas secuoyas). Había llovido toda la tarde y los vidrios empañados seguían desfigurando el paisaje como una acuarela escurrida. Uno de los dibujos con tintas que había hecho de Solange estaba pegado con cinta adhesiva de la puerta de espejo del armario y la conjunción del cristal y la luz lo reflejaba en el vidrio de la ventana. Primero fue una deformación fugaz en la frente, como una ampolla que estallaba. Le apareció otra marca en el hueco de la barbilla, luego otra debajo de un ojo, una más en la nariz y otras dos en los labios. Cada mancha nueva iba acompañada de un golpeteo de la lluvia, una percusión cada vez más trepidante. En el reflejo parecía que a Solange le iban saliendo excrecencias con cada gota que resbalaba. En su cabeza se alzaba, enhiesto, un erizado penacho. Sus piernas se habían encogido y los brazos se abrían como si fueran abanicos. A los pocos segundos parecía que todo el cuerpo se le hubiera cubierto de plumas.

Abrí la ventana, dejé que se me empapara la mano de lluvia y me pasé el agua por la cara restregándome los ojos. Lo inmediato se evaporaba hundiéndome en su propio brillo. Tuve un escalofrío. Dejé la ventana entornada para poder oír la lluvia, que continuaba cayendo con una suavidad uniforme. Seguí escuchando también un silbido en lo alto de las secuoyas, hasta que me quedé dormido y empecé a soñar con las pupilas del ave de rapiña que se alimenta de las cosas, y con esa cara blanquísima con forma de corazón. Soñé con la marioneta blanca. Estaba en mi habitación, de pie junto a mi cama. Solange desató su túnica que resbaló sobre el airón plumado y blanquísimo de sus hombros. Y cuando abrió los brazos...  

Desperté, salí al balcón y miré por la ventana. En el jardín, encorvada sobre el suelo, distinguí la silueta blanca de una figura humana que se movía con mucho esfuerzo, emitiendo silbidos entrecortados. Corrí de nuevo a la habitación y me tapé con las mantas. Estaba aterrado. Apenas si había podido vislumbrar sus pupilas entre la niebla, pero pero aún tengo la sensación de que por alguna razón que ignoro, algo desubicó mi conciencia, y de que justo en ese momento miré hacia donde nunca debí mirar.

A la noche siguiente, y como un ladrón, esperé acechando a Solange por la mirilla de mi puerta hasta que sa­lió de su apartamento y bajó por el ascensor. La había visto esconder la llave en un potecito de arcilla colgado justo al lado de su puerta. Fui hasta la terraza, me asomé al balcón y comprobé que, en efecto, en el socavón ya brillaba una luz. No cesaba de repetirme entre dientes y como una letanía: ahora es cuándo, ahora es cuándo, ahora es cuándo... ante la necesidad de mantener los niveles de adrenalina acordes con mis temores. Salí, guardé mis llaves en el bolsillo, saqué las de ella del potecito y abrí lentamente la puerta... (ahora es cuándo, ahora es cuándo, ahora es cuándo...) y entré de un tumbazo, sí: pero ¿a dónde?

No llegué a ningún vestíbulo, no encontré ninguna cocina que tuviera su ventana, su balconcito con tendedero y su vista sobre el patio enfrente de mi apartamento. ... Había tan solo un pasillo largo con un fulgor titilante al fondo y me moví hacía allá. Bajo las plantas de mis pies descalzos empecé a sentir alfombras, mosaicos, madera, tierra, lodo, incluso yerba... Un objeto puntiagudo me gol­peó en la pantorrilla. Algo más tenue como una membrana suspendida, rozó mi frente en el aire. Empecé a distinguir cosas, muebles: varias estanterías llenas de juguetes. Casas de muñecas, osos de peluches, títeres, polichinelas. Tropecé con baúles repletos de zapatos. Esquivé una vidriera con cerámica de loza.  Toqué varios cuencos de arcilla. Eludí, apenas, grandes pilas de papeles viejos, periódicos, revistas, libros despaginados. Hasta aquí llegué, me dije horrorizado. Di media vuelta y caminé sobre mis pasos —o eso creí que hacía— porque mi desorientación era completa: las cosas se aproximaban, se dilataban, se convertían en otras cosas que a su vez me cortaban el paso. El corazón me latía con fuerza y la adrenalina erizaba mis nervios. Solo sé que me movía sin rumbo y en cualquiera dirección, y que de alguna manera, no sé, me daba con la puerta en las narices. Entonces salí, devolví la llave ajena al pote y entré temblando a mi apartamento donde esperé a que mis piernas dejaran de moverse.

(¿Y ahora qué?)

Salí al balcón.  A lo lejos brillaban, acercándose, un par de lucecitas ambarinas.  Las lucecitas se fueron moviendo por entre los arbustos hasta que llegaron al borde de una de las banquetas. Justo debajo de mí. Ambas saltaron a la vez, y se pasearon por el asiento.  Luego, de un brinco, se encaramaron en el respaldar y allí se quedaron quietas, perfectamente estabilizadas dentro de la blancura acorazonada del rostro. 

Eso que lleva sobre los hombros —pensé—, tiene que ser una estola. Un copete enjoyado de ­pieles, ­me dije, pero nada de eso. ¡Eran plumas! Plumas largas, inmaculadas y sedosas, ribeteadas de un espléndido y acicalado airón.

(Eran las alas de un autillo, de una lechuza de campanario). 

Alcancé, creo yo, a emitir alguna imprecación —testimonio de mi propio desarreglo y cobardía— y por fin grité su nombre: la llamé, quería bajar, correr tras ella… (pero ya para qué).  Los ojos de Solange me miraron con independencia, redondos como platos.  Aleteó, giró la cabeza, saltó hasta la horqueta del árbol...  y desde allí voló.

 

 

 

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