Del libro de cuentos: Vértigo de malabares (2017). Premio Nacional de Literatura de Panamá Ricardo Miró, 2016
el mascarón de la elvira
Todo —en el vario cosmo— es una ronda
que tejen, la materia y el espíritu,
con su única energética, la onda.
Rogelio Sinán
Yo no sabría si calificar a Matilde de vacilante o dubitativa, pero permítanme convenir, que no siempre le resultaba fácil tomar una decisión. Al principio parecía que le daba lo mismo una cosa que la siguiente (o incluso que la contraria): el azúcar o la sacarina, las faldas o los pantalones, los mangos o los caramelos… pero al final, terminaba siempre jugando al tin-marín. Mas si difícil le resultaba resolverse —fuera por desidia o por indiferencia— no era menos cierto que una vez orillada a algo, que nada ni nadie la hacía cambiar de opinión.
Nunca pude desmontar el dilema de sus ambigüedades, pero me acostumbré a su ventura como una mecánica de sobrevivencia. Treinta años bajo el mismo techo dan para muchas paradojas, y cuando vivimos en pareja, llegamos a correspondernos tanto, con nuestras mutuas rarezas, que no sólo las domesticamos, sino que hasta olvidamos el efecto que este tipo de contubernio puede ejercer sobre los demás. De ahí que cuando apareció Yolanda, la hermana menor de Matilde, saltaron todas las liebres. Y no se crea que fue porque a esta última le contrariara la incomprensible vacilación de la primera, sino por todo lo contrario. Ya me explicaré.
Lo que intento decir es que a mí todo ese titubeo hamletiano: que si el ser o el no ser, que si a lo mejor, quizás, quién sabe… conseguía ciertamente ponerme de los nervios, pero de ninguna manera me hacía temer por mi cordura o viciaba mi sanidad mental. Matilde, mi mujer, tenía su propio formato para sacar de quicio a cualquiera (yo el primero), pero Yolanda era otra cosa: esa te carcomía el cerebro.
Mi mujer y yo nos ocupábamos de la conserjería y mantenimiento de un peculiar edificio de apartamentos reconocido en la comunidad como “La Elvira”; una mole arquitectónica de cuatro pisos de altura, con toda la semejanza de una enorme proa de barco, que había sido construida en las primeras décadas del pasado siglo XX, justo sobre la cuña angular de una calle bifurcada en una perfecta Y griega.
“La Elvira” era un precioso anacronismo en toda regla. No sólo no se compaginaba con ninguna de las construcciones aledañas de su barrio, sino que parecía irrumpir en abordaje contra cualquier monumento que se arrimase a su acera. La casa era un magnífico muestrario de art deco, pero lamentablemente había pasado por todas las trasfiguraciones del espectro urbanístico durante las últimas doce décadas: regia mansión aristocrática, hotel de cierto lujo, galerías comerciales y al momento, propiedad mancomunada de departamentos habitacionales. Y allí estábamos mi mujer y yo, trabajando como conserjes desde hacía ya diez años y, haciendo lo posible por mantenerla a flote.
Matilde (y por la misma virtud, su hermana) estaban emparentadas con los dueños originales de “La Elvira”. Eran las últimas descendientes de una antigua familia criolla de capital venido a menos, y cuando la finca se dividió —atendiendo un curioso legado— les tocaron en propiedad dos de los actuales apartamentos del inmueble. Uno de ellos, el que nosotros ocupábamos como matrimonio, era un cómodo pisito a pie de calle de dos dormitorios grandes, un patio interior soleadísimo, y un saloncito triangular que aprovechábamos como despacho y un poco como biblioteca. El otro apartamento que hacía parte de la herencia, correspondía a uno muy curioso —y ya se verá por qué— situado en la última planta, justo en lo que podía denominarse “la proa” del inmueble, y desde siempre se le había conocido como “el mascarón de la Elvira”, porque a través de las ventanas y postigos que lo circundaban, se podía ver de cerca el bulto de la misteriosa talla que se descolgaba de la fachada exterior: una suerte de sirena marinera que se abalanzaba en cuña sobre el alféizar, con los brazos cruzados sobre el pecho y una corona de flores repujada sobre la larga melena. Ese apartamento era, sin duda, el espacio arquitectónico que mejor guardaba aún la originalidad ecléctica del inmueble: con su bonita escalera de caracol, su altillo de barandales, y un enorme ventanal oval que semejaba un puente de mando. El insólito apartamentito, sin embargo, era un lastre inmobiliario. Tenía un solo dormitorio, el baño era anticuadísimo, y carecía de una cocina funcional para la época. Su abandono estructural y falta de rentabilidad, lo había convertido, pues, en una carga familiar.
Era “La Elvira”, por su propio diseño, un laberinto sin concierto. Y en ello estaba su originalidad. Cada uno de los apartamentos que ocupaban los cuatro pisos, era único en tamaño, en distribución y estructura. Desde la calle —ya lo he dicho— aparentaba un gran navío, y era fama que sólo gracias a esta semejanza, flotaba en tierra todavía.
Como cabe esperar, nuestro trabajo en semejante edificio no parecía terminar jamás. Con la mínima asistencia de una señora de la limpieza y de un “manitas” ocasional, Matilde y yo nos encargábamos de atender las áreas comunes: los aparcamientos, los trasteros, los maceteros, las escaleras, los pasillos, los ascensores y el vestíbulo. Entraba también en nuestro oficio el control de las llaves de paso, los depósitos de gas, el aljibe de la azotea, las antenas parabólicas, los contenedores de la basura, así como el estar pendiente de qué puertas se desencajaban, qué paredes se humedecían y a cuál de los inquilinos se le atascaba el fregadero.
Nuestra pequeña comunidad de vecinos —compuesta en su mayoría por jubilados y pensionistas— era bastante llevadera. Esto dicho dentro de su monotonía. Y es que las auténticas exigencias provenían de la propia Elvira —como monumento en sí—. Puedo afirmar, por mi experiencia, que generalmente era ella misma la que nos mostraba sus necesidades.
***
Yolanda acababa de convertirse en la última huésped de “La Elvira”. Rápida y porfiada, el inmueble se le antojó incontinenti en una suerte de laboratorio de no sé qué especialidad para su grado de antropología. Al poco de acuartelar sus bártulos en nuestra habitación de huéspedes, la hermana menor de Matilde se lanzó a tomar fotografías y a “entrevistar” hasta la impertinencia a todos los inquilinos; y lo enervante era que mi mujer, con su proverbial ambigüedad retórica, no hacía más que darle cuerda (por no decir patente de corso) para que la otra campeara a sus anchas, persiguiendo a saber qué historias.
Mi cuñada había venido en principio —o al menos eso creía yo— para arreglar el pequeño apartamento que debía ponerse en alquiler. Y aunque de hecho ella entraba y salía —con Matilde de pronto a su vera— yo aún no había visto, en serio, ningún movimiento de limpieza, y mucho menos de obra.
Una madrugada, antes de que amaneciera, cargué con las llaves maestras y entré al mascarón de la Elvira. No recordaba que había allí tantos chécheres, y menos aún que algunas paredes estuvieran revestidas de estanterías. En la diminuta escalera de caracol que conectaba con el altillo, había montones de viejas cajetas, tanto de zapatos como de sombreros, y sobre una rinconera de mármol, un antiguo recuadro de yeso enmarcaba aún la fotografía de una joven y rubia mujer. En alguna otra repisa, unos bultos de periódicos amarillentos se mimetizaba con el descascarado papel tapiz de las paredes y los despojos de décadas. Yolanda, por lo visto, no se había preocupado siquiera por quitar las telarañas o enjuagar la mugre más visible. Subí al altillo, abriéndome paso entre aquellas cajetas desparramadas, y me llamó la atención, por contraste, que las mirillas acristaladas, que encuadraban el altozano, aparecían muy bien lavadas y perfectamente diáfanas.
El crepúsculo del amanecer empezó a iluminar los cristales del gran ventanal ovalado que daba al edificio su característico perfil de proa de barco. Y allí mismo: justo enfrente, el verdadero mascarón de la Elvira, colgaba de manera espléndida, perfectamente encajado en un saliente de mampostería. Me puso la carne de gallina encontrármela así de cerca. Era mucho más figurativa y realista de lo que yo me había imaginado, y aquel rostro, lo confieso, me impresionó sobremanera: tenía una expresión extática, una melena larguísima, y también muescas (como lágrimas) que contorneaban sus mejillas.
Salí de la estancia ensayando cómo iba a decirle a Matilde que me explicara lo que acababa de ver. Claro que era asunto privativo suyo. De mi mujer y de su hermana Yolanda. Eran ellas las que tendrían que decidir, finalmente, si querían o no arreglar aquel destartalado pisito para ponerlo en alquiler. Las herederas eran ellas, y no yo, faltaba más. Pero bien podían haberme dicho qué era lo que habían estado haciendo, o lo que querían realmente hacer. No les pedía nada más.
Matilde me contó varias cosas que no se compadecían entre sí. Por una parte me vino con el cuento de que Yolanda había descubierto no sé que legajos familiares importantísimos… Al rato me dijo que nada, que lo único que habían encontrado en las repisas era algunos álbumes de fotografías. Al fin: ¿en qué quedamos? Pregunté. Pero por toda respuesta, y fiel a su ambivalencia, me volvió a cambiar la historia. Lo único medianamente coherente que pude sacarle en claro, fue que su hermana y ella no querían (por el momento) alquilar la habitación.
—Es por la tía Concordia… ¿sabes?
—¿Saber… qué, Matilde? ¿De qué carajo estás hablando?
—No te puedo decir más.
—Muy bien, no me digas nada; pero conmigo entonces no cuenten, ni tú ni Yolanda, para arreglar el apartamento.
—Es que no queremos arreglarlo.
—Perfecto. Pero después no te quejes de la falta de alquiler.
Y así las cosas. Ellas dos a lo suyo y yo a lo mío… hasta que ocurrió lo que voy a contar. Serían cerca de las seis de la tarde, cuando me alcanzaron un par de gritos desde lo alto de la última planta. Pensé en doña Carmelina (una anciana que vivía con su hija) y me eché a correr arriba andando por las escaleras, pero al llegar al pasillo del cuarto piso, a quien vi fue a mi cuñada mientras procedía a cerrar la puerta del piso del mascarón. Mi mujer se había arrellanado sobre el borde de uno de los maceteros y parecía haberse quedado embobada por algo, pues aún tenía la boca abierta. Entre las dos se cruzaban miradas, como pidiéndose cuentas mutuas, y creo yo que Yolanda temió que Matilde fuera a decirme algo, así que fue ella quien habló primero: “Un ratón” —me dijo— y volvió a mirar a hermana que seguía sembrada en el pote como una enredadera.
—¡Ratones, si!
—¡Muchísimos!
Algo les había ocurrido... y no era cosa de roedores. No les dije nada de importancia, porque no tenía ningún sentido seguirles la corriente, por lo que me devolví ascensor abajo, mientras las dejaba allí con lo que fuera que las había hecho gritar del miedo. Más bien convenía esperar.
Después de una hora larga, las dos hermanas reaparecieron y se sentaron, una en el comedor y la otra en un sillón de la sala, sin dejar de mirarse con el rabillo del ojo. Yolanda apagó todas las lámparas, excepto un pequeño hongo de cristal apantallado y pude oír lo que le decía a Matilde (para que yo la escuchara): “Enséñaselo; es mejor que los sepa”. Y una de ellas me mostró la caja.
Miré adentro, por supuesto, pero no vi nada extraordinario más allá de una serie de viejos recortes de periódico y algunas láminas escritas en tinta negra desteñida. Removí el contenido leyendo algunos titulares. Una nota en particular me llamó la atención. Se refería a una mujer que vendía “zapatos de piel de niña” (donde la piel era la de la niña, no la del zapato). Me dio un repeluz y la dejé. También había en la caja una foto en blanco y negro, en la que aparecía una mujer de unos treinta años, tomando de la mano a una chiquilla de poco menos de diez. Detrás ponía: “Tía Concordia y Elvirita, 1959”.
—¿Quiénes son? —Pregunté con sincera curiosidad.
—Mamá es esa niña: Elvira. Y la otra, la mayor, es su tía Concordia, hermana de nuestra abuela.
—Pero… ¿cómo que esta Elvira es tu madre? Si tu madre… es decir, la madre de ustedes ¿no se llamaba Manuela?
—Ese es el punto. —Intervino Yolanda, prácticamente arrancándome la fotografía de las manos.
—Ustedes dos, por lo visto, han descubierto algo muy fuerte y no me lo quieren decir. ¿Qué es… se podría saber? —Inquirí, delatando mi molestia. Matilde me miró y suspiró; trenzó los dedos de ambas manos y los apiñó, señalándome que estaba hecha un lío, pero Yolanda abrió la boca primero y dijo:
—Creemos que nuestra verdadera madre era Elvira; la de la leyenda… que murió en esta casa.
—¿Y Manuela? ¿Quién era entonces Manuela?
—Eso es lo que queremos averiguar.
Y quién era yo para contradecirlas. Al fin de cuentas tales conjeturas se les antojaban como una prolongación natural de las deseos que habitaban tanto en sus mentes como en sus corazones. Yolanda, incluso, parecía celebrarlos. Los objetos “inexplicables” formaban parte de su universo de estudio: sombras que cruzaban de canto a canto un pasillo donde no debería haber ningún reflejo de luz. Un día hablaban de la tía Concordia, al día siguiente decían “haber hablado con ella”, y hasta parecían intercambiarse señas, sin reparar en mi presencia.
Con asombro pude ver que mi mujer y su hermana se habían levantado al unísono, y me dominó una turbación atroz, una sensación de azoramiento como no deseo volver a experimentar jamás, pues nunca, antes ni después, he conocido otra semejante. Y es que ambas miraban también en aquella misma dirección. Yo me acerqué por detrás a Matilde y observé lo que nunca sabré si fue o no una ilusión óptica. Un manifiesto bulto opaco atravesó, por fuera, el ventanal del frente. Supuse que no era más que el reflejo del viejo mascarón que flotaba suspendido sobre el ángulo de la fachada, y me devolví sobre mis pasos para ver si surgían explicaciones. Quise entrar primero a razonar conmigo mismo, para luego decidir si era o no prudente contarles a mi mujer y a su hermana que yo también había vuelto a ver a la tía Concordia, con sus cajas de zapatos y su vestido de época, entrar por la puerta del jardín de la calle izquierda (esa que estaba condenada desde hacía años con cadena y candado). Pero para mí, pobre racionalista, las puertas condenadas no se abrían desde los jardines amurallados, y las clavijas vencidas por la herrumbre no tenían derecho a girar en sus goznes para dejar pasar a la antigua dueña de “La Elvira” en una comunidad de vecinos que la distanciaba por medio siglo. Y sin embargo, los tres escuchamos que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, y que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Yolanda corrió a asomarse a la ventana del recibidor y Matilde la siguió. Pero el edificio, ya lo he dicho, está construido entre dos calles en forma de cuña angular, así es que tiene dos frentes. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera por una ventana, no alcanza a ver más allá del vértice de la esquina de enfrente. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por las calles laterales, desde adentro es imposible verlo.
Yo no estaba preparado para oír, por boca de Matilde, lo que Yolanda le soplaba al oído. Ambas mujeres habían crecido creyéndose hijas de quien era en realidad la mujer de su padre, es decir su madrastra. La madre, la verdadera madre, enloqueció después del parto de Yolanda. Y tenían las fotos, las cartas y los documentos para probarlo. El edificio se llamaba como el mascarón, y el mascarón como la madre: Elvira. Locas. Sí. Se habían vuelto locas, cada una a su manera. Matilde andaba en trance; no paraba de brujulear por el altillo del mascarón, pero sin remover una mota de polvo ni quitar las telarañas; y Yolanda llevaba un inventario, archivaba documentos: los legajos de cartas, los recortes de periódicos y las cajas de zapatos repletas de fotografías. Las cajas estaban colocadas en hileras sobre los anaqueles. En la primera que dejé sin tapa, había escenas de “La Elvira” en la que habría sido su mejor época. Fotografías de cada salón, las escaleras, el espléndido tramado del damasco en las paredes, las columnas del foyer, las lágrimas de cristal de las arañas luminarias, las cortinas enjaretadas de satén y seda cruda dejando caer sus pliegues desde el alfeizar al suelo; un salón diáfano y luminoso, y mi mujer y su hermana —¡adultas y vestidas de época!— alrededor de un piano de cola en el que está sentada Concordia, la tía abuela. Y está también Elvira. ¡Elvirita la bella!
Volví en mí, no sé en dónde, sintiéndome adolorido. Me ardían infinito los ojos y me palpé apenas con los dedos, para tratar de centrar las lentillas que flotaban sobre mis pupilas. Pude ver que ya había estrellas brillando detrás de las nubes sin luna, y que que el gran ventanal del altillo estaba abierto de par de par. Entonces las vi venir, bordeando el alféizar por fuera. Parecían ser muy livianas, pero había en la silueta de la estaba en el medio, una fluidez más lívida. Tuve la sensación de que si las tocaba caerían desmenuzadas y convertidas en polvo, y no obstante, me les acerqué. Era evidente que Matilde y Yolanda eran de carne y hueso.
Ignoro si me será posible describir, coherentemente, el cúmulo de situaciones que se sucedieron después de esto. Al recordar el propio pasado todos nos sentimos predestinados y muchas veces convenimos en ubicarnos justo en el punto crucial de ese preciso recuerdo, aunque en la realidad las cosas hayan podido ocurrir de otra manera. Sólo puedo decir que estas alturas de lo sucedido, todo sigue aguardando una respuesta. A estas alturas de lo sucedido, todo sigue aguardando una respuesta. Ignoro, por mi parte, si se trató de un portento… o si lo que hubo, simplemente, fue una trágica coincidencia. Lo único que puedo decir (sentado sentado como estoy junto a esta talla marinera) es que hay territorios, en esta vida, en los que no existen pronósticos garantizados.
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