(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)

perpetua

No basta con oír la música; además hay que verla.

Igor Stravinski

 

Nadie oyó jamás tocar a Perpetua con tanta soltura y dominio, como en aquel fulminante —y nunca mejor dicho— recital de flauta piccolo en el que a la vista de todos, de pronto, desapareció. Recuerdo el instante preciso en el que un zumbido de alas se apoderó de la audiencia. Era como si de repente se hubiese instalado un hechizo; una especie de oscilación, estridente pero magnífica, que parecía refundir los compases del Vuelo del moscardón, el clásico interludio operático de Nicolai Rimski-Korsakov.

Un maquinal instinto nos llevó a resguardarnos los tímpanos, ante aquel arrebato acústico que giraba como un torbellino. Las notas agudas del piccolo, el verde de las cortinas, el viento impulsivo de junio y esa cadencia rotunda que parecía volvernos locos, terminó por desquiciar el ambiente de aquella pequeña velada escolar, y cuando nos dimos cuenta… ¡Perpetua había desaparecido!

Cuando se hizo de golpe el vacío —y empezaron a oírse los gritos—  pude escucharme a mí mismo chillar con los otros niños; y me vi saltar entre sillas, pasar por encima de mi hermana Sonia, y terminar, a saber cómo, arriba del escenario, donde empecé a buscarla al tacto, a mover todo lo que encontraba, a llamarla agritos: ¡Perpetua...! ¡Perpetua...! ¡Perpetua...!¡qué te hiciste?¿dónde estás? ¡aparece! explorando detrás de las puertas, las cortinas, los armarios. Busqué hasta dentro el piano, el atril, los taburetes, mientras notaba cómo la tarde se iba llenando de incógnitas, de dudas y de sospechas; de niños, maestros y padres tropezando sin concierto; de gente que entraba y salía sin aportar respuesta alguna ni administrar el asombro; porque es imposible —se decían— resulta irritante y molesto: tiene que haber algún truco, una trampilla bajo el suelo, una contraventana, un postigo, porque no es normal, qué locura, nadie desaparece a plena vista, y es que no son sino chiquillos… niños de escuela… criaturas… ¡Perpetua...! ¡Perpetua...! ¡Perpetua...!¡qué te hiciste?¿dónde estás? …y yo azorado y mi familia (patrones del evento), nos quedábamos sin argumentos. Se notificó a las autoridades y a todos los colectivos: policías, perros sabuesos, bomberos, detectives, curas, peregrinos que al final no hallarían nada, porque Perpetua no apareció jamás.

Su flauta piccolo tampoco.

***

 

Quince años hace ya que desapareció la niña Perpetua. Y quince años llevo yo tratando de hallar respuestas. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Cómo puede alguien desaparecer, perderse para siempre, escabullirse a plena vista en medio de una velada escolar ante a un auditorio colmado por medio centenar de párvulos y frente a una plantilla docente de músicos entre los que estaban mi abuela Nina, el tío Sergio, la señorita Eva y seguramente otros adultos: padres de familia y vecinos de los que ya no me acuerdo.

Un bonito escenario, unos niños cantores, un trío de cuerdas, el piano a cuatro manos y como plato fuerte: la piccolista. Se trataba de un simpático espectáculo infantil al que habían sido invitados estudiantes de un colegio local con el propósito de promocionar los nuevos cursos de verano de la Escuela de Música Lázaro-Zaytseva, que era el negocio de dos generaciones de mi familia en la villa. Al coro lo alcanzaron las cuerdas, en una impecable secuencia, y por fin salió Perpetua, la pequeña piccolista rusa, la huerfanita descubierta por Nina, vestida de verde oliva, con su carita de llanto, los dedos como arañitas acariciando su flauta, y la mirada  detrás de la partitura, mientras soplaba las alas del mágico moscardón 

Dicen que lo interesante nunca suele ser lo más sensato, pero ¿qué sensatez podría esperarse de una familia de músicos clásicos para quienes el mirar de manera sesgada había pasado de ser un simple pasatiempo para convierte en una obsesión?  Tómenme a mí sin mucho riesgo, como alguien que hallándose en posesión de un buen punto de mira, y unos cuántos secretos (y a veces más que eso) captó en un instante fatídico una anormalidad fascinante de la que ya no pudo deshacerse jamás. Sí soy un obseso, perturbado, cabezota, machacón, maravillado y terco.  ¿Y acaso no lo somos todos? ¿Quién hay que haya sido testigo de un portento que no se entregue a mirar por todas las rendijas, cuando al otro lado de inexplicable, la música y el color verde se confunden en un misterio inacabable?   Lo digo porque acaso, abusando un poco de ese morbo que todos llevamos por dentro, hay quien haya querido conferir a este caso un matiz de esperpento, y se quiera hacer juicios de opinión en todas partes sin tener auténtica competencia en ninguna. 

Vaya por delante que soy músico. Que la música me identifica más allá de lo que significa porque yo vengo de una familia de músicos con escasa imbridación fuera del gremio. Músicos hijos de músicos que se casaron con otros músicos que hicieron el amor con música, que procrearon hijos músicos y que al menor desafinamiento suelen echarse en cara los bemoles.

Mi árbol genealógico es una orquesta sinfónica armonizada por los cuatro costados: tres abuelos pianistas, padre y madre violinistas, hermana Vera violonchelista, tío Sergio flautista, tía Liliana arpista, tía Lidia soprano, primo Raúl director de orquesta, prima Tatiana compositora, y una cantidad de parientes más lejanos repartidos por todos los instrumentos en español y ruso. Sin embargo, muchos de mis recuerdos originales de Perpetua no tienen nada que ver con la música. Está el color verde, por ejemplo. Todos sus planos cuando la evoco, aparecen pintados de verde. De un verde crudo, aceitunado muy brillante y luminoso. Es lo primero que recuerdo de ella y también lo último que preservo. La faldita cetrina que llevaba el día en que llegó con mi abuela Nina a la escuela de música de la villa, y aquel vestidito esmeralda con el que desapareció de la escena. Verde era además la cartuchera de su flautín, el finísimo piccolo que trajo y se llevó.

Guardé en silencio estas dudas y fue sólo mucho años más tarde que se los mencioné a mi hermana; le hablé de los colores, pero Sonia no recordaba ningún tono de verde y no vio la iridiscencia de aquel vestidito vibrando en sol mayor. A los once años uno todavía goza de suficiente ubicuidad para procesar varios canales de percepción al mismo tiempo. A mí se me daban bien las expresiones: separar los gestos del habla; y como todos lo niños, entendía mucho mejor el lenguaje corporal que las palabras, por lo que las conversaciones de la época se me han grabadas mucho menos por su contenido, que por aquellas señales y muecas que iban de los manoteos a los remilgos pasando por las afectaciones. Ahora que lo pienso, todo lo que he conservado por años de esos primeros momentos tras la desaparición de Perpetua, se reduce a una estridente mezcolanza de aspavientos: el azoramiento de mi madre, los ceños fruncidos de tío Sergio, la impavidez de Nina, los guiños de Olga Pavlova... Nina Aleksandrovna Zaytseva era mi abuela. Casó con Serafín Lázaro, mudó de nación, cambió de lengua pero crió a su familia en otra tierra, pero los aires musicales de su “Madrecita Rusia”, aun en el cruce de otros aires jamás dejaron de abanicarla. Nina fue la única que mantuvo puesto el gesto, sin excesos ni lamentos; fue ella quien matizó las voces cuando a la incredulidad sucedió el desatino que a la postre se convirtió en reconcomio. Nina se hizo cargo de todo desde el mismo instante cero: subió a la habitación de Perpetua, la recuerdo, y se ocupó de buscar posibles pistas entre sus pocas pertenencias.

Sucedió justo después de que los niños se marcharan y de que Sonia y yo fuésemos obligados a subir a nuestras habitaciones, pero antes de que atestiguáramos muchísimas más cosas, entre estas, la manera cómo la desesperación se fue apoderando de la familia Caraus con curiosos (y nunca superados) resultados.   A mi madre jamás le gustó la picrolita. Tengo muy grabados sus gestos y el tono de su voz eléctrica cuando circulaba entre los dos pianos: el de Nina y el de tío Sergio, blandiendo el arco de su violín.

—Fue cosa de magia, Olga. —Decía Nina muy seria. —Magia que tú no entiendes y que yo no te puedo explicar.

Nina, con sus inquietos ojillos eslavos y aquel tartamudeo sentencioso con el que intentaba filtrar los acentos, era la única que parecía querer interrogar todas las posibilidades del suceso. La abuela, después de todo, había sido quien había traído a Perpetua a casa desde los subterráneos callejeros de Madrid, donde la había encontrado pidiendo limosna y tocando como todos los ángeles su pequeña flauta: el piccolo  Una chiquilla rusa con carita de duende asustado, quizás con un par de años menos de esos dieciocho que declaraba; sin pasaporte ni documento de identidad personal alguno más allá de su nombre: Perpetuya Petrovna Volnova; rubita, graciosa y flacucha, con una liviana mochila en la espalda en la que cargaba alguna ropa, tres cuadernos de partituras, un álbum de fotografías, una cajita cerrada con llave y el estuche de piel negra en el que guardaba su tesoro absoluto: el piccolo; y era, por cierto, un bellísimo instrumento: con cabezal y cuerpo de madera, llaves chapadas en plata y resortes en berilio cobrizo.  

—A que se la llevaron de vuelta los matrioshki.

¿Quiénes más?  Los matrioshki, sí.  Así les llaman porque son como esas muñequitas típicas rusas que se encestan una en la otra.  Disipada en la tiniebla de la cosificación sin nombre, la corta existencia de Perpetua apenas si se retrataba en el álbum de familia que la acompañaba en la mochila: un hogar moscovita de músicos clásicos venido a menos desde el final de la era soviética; una madre violinista dada de baja en la Filarmónica, un padre virtuoso del piccolo, aquejado de tuberculosis, un hogar en el que de pronto ella y sus hermanos estaban en la miseria, y la aparición (¡oh, tan oportuna!) de aquella mano extendida que la había engatusado con promesas laborales en España, y que una vez tocado tierra se le había ensortijado al cuello en una empuñadura feroz de la que parecía imposible escapar. Y sin embargo lo había hecho. Perpetuya Petrovna acechó la ocasión propicia: apenas una rendija, un bostezo del cancerbero, un descuido de los cien ojos para echarse a correr por una ciudad incógnita, apostar por cualquiera ruta del metro madrileño y plantarse a hacer aquello que mejor hacía: tocar el piccolo. La casualidad (¿o fue pura sincronía?) se habían ocupado del resto y haciendo que Nina Alexandrovna pasara justo por allí.  No se podía ignorar lo que era real. Los matrioshki eran reales. También era muy real (y sospechosísima) una furgoneta blanca que todos habíamos visto ir y venir en ronda, pasar despacito y estacionarse, por horas, calle arriba o calle abajo. Yo mismo los había sorprendido haciendo fotos de la fachada, del portal de entrada, de las ventanas del piso de arriba, de la planta baja donde funcionaba la escuela de música;  fotos de los alumnos y de los clientes; fotos de todos los de la familia... y fotos sobretodo de Perpetua. De modo que era eso. Los traficantes la habían vuelto a atrapar en su redil. Tío Sergio y mi madre ofrecieron las razonamientos de aquella explicación que era sin duda natural y que conjugaba todas las incógnitas con bastante sentido. Por un momento se quedaron quietos, parecían muy satisfechos cruzándose las miradas y buscando los ojos a Nina, quien los desautorizó de un suspiro, y mi hermana y yo comprendimos —como sólo pueden comprenderlo los niños— que habían quedado atrapados en un dilema insuperable, porque una de dos: o los matrioshki  habían conseguido (por artes de magia) “tele transportar” a Perpetua en nuestras propias narices, o Perpetua se había “tele transportado” a sí misma (también por artes de magia), lo cual no era menos extraordinario.

Tenía razón Nina. Era cosa de magia. Magia que muchos aún no comprendemos.Y así fue que tras período de preguntas sin respuestas, los nunca resueltos sucesos concernientes a la desaparición de Perpetua, se disolvieron en las trastiendas de la familia Lázaro, donde muchas cosas sucedieron y otras quedaron pendientes, sin que jamás se volviera a saber nada de Perpetua. El niño que era yo creció y provocó a las furias, hizo alguna carrera en la música y aprendió a tocar el piccolo, pero no consiguió declarar sus fronteras, ni pudo llegar a deshacerse de esa parte del recuerdo en ninguno de los lugares en tránsito que continuamente abandonaba. Muchas de las imágenes siguen todavía escondidas, perdidas entre el murmullo o desfiguradas por los ecos. ¡Perpetua!  Piér-pe-tuia... ese nombre aún me sigue acosando entre líneas, como el personaje de un viejo libro muchas veces leído, con una mezcla de nostalgia, reproches e invenciones; como se recuerdan los héroes de un cuento infantil cuyo contenido ya no tiene poder, pero sigue llenando un vacío.

Perpetua tenía raramente una mirada directa. Si se le hacía una pregunta, ella volvía la cabeza despacio, como buscando en otros ojos el reflejo de los suyos; y a ratos (solo a ratos)  parecía caer en la cuenta de que era, en efecto, un prodigio musical como aseguraba mi abuela Nina, y eso la hacía atender el atril, manosear sus partituras, y cuando el flautín entraba en contacto con sus dedos y sus labios otra realidad la poseía.  Perpetua Petrovna Volnova fue para mí una trampa esquiva. La incógnita que me atalayó los pasos desde algún lugar del tiempo. Y como un ratón que rebusca por rutina y malamaña, me acostumbré a escudriñar cada gesto del camino, a escarbar las contraseñas que hay detrás de las palabras, husmeando entre los perfiles, convidando variadas fórmulas, y calentándome en los rescoldos de mi propia incertidumbre. Siempre es Perpetua la que se esconde: la que aparece y desaparece. Es siempre aquella niña prodigio, abusada y perseguida que más que hablar concentraba con su música otras lenguas. Es aquel vestidito verde que vibra y se escapa al vuelo; y es otra vez mi voz la que sigue retumbando ya sin eco: Per-pe-tua, Per-pe-tua... termino separando las sílabas.    

Entre los niños, Perpetua llegó a ser la favorita en la escuela musical de mis mayores. Sabía cómo entretenerlos mientras les enseñaba a tocar el piccolo, congregando a su alrededor curiosos círculos de gente menuda. Los niños suelen ser impredecibles como pupilos, pero son excelentes como auditorio. Por breves momentos, pueden incluso llegar a ser un público cautivo, aunque su atención no dure lo bastante para completar una función muy larga, y suele pasar que en un corro interior, cuando se le hace escuchar entre juegos, queden tan fas­cinados por las palabras como por los sonidos y gestos.

Gestos... sí. Más que nada eran gestos. Cuando no estaba rodeada de niños, Perpetua, la piccolista, se plantaba junto a la ventana de la pequeña habitación del ático (donde dormía) a practicar su instrumento. Y aún me parece que lo que hacía no era propiamente tocar, (porque ningún soplo salía de su boca) sino mover los dedos sobre el tubo como en un ejercicio de agilidad. El piccolo es un instrumento musical muy peculiar: por su tonicidad de cuerpo, por su riqueza de vocabulario y porque es capaz de simular con gran asombro la realidad: el revoloteo de un ave, la voracidad de una tormenta, el chasquido de un relámpago, el vuelo de un abejorro... 

(Y fue entonces que lo supe).  Y es por eso he llegado hasta aquí.

Es el lugar perfecto. A mis espaldas viene colgada la mochila con la cajita de madera que Perpetua quiso dejar escondida en el baúl de mis juguetes. En su interior viaja la partitura (que ahora sé que es apócrifa) de El vuelo del abejorro de Rimski- Korsakov. 

Ignoro hacia qué ámbitos me trasladarán sus armonías. Sólo sé que el color verde era de cierto la clave Que hay un moscardón que bate alas y que es la quintaesencia de la luz. Y que cuando mi piccolo alcance ese sonido primordial, Perpetua me pertenecerá por fin, y para siempre.

 

 

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