Del libro de cuentos: Vértigo de malabares (2017). Premio Nacional de Literatura de Panamá Ricardo Miró, 2016

Vértigo de malabares

Sólo en el vacío absoluto puede colocarse absolutamente todo.

Fernando Pessoa

 

Mecánica. Pura y simple mecánica. Todo lo que sube tiene que bajar. Aitor y Nerea saben que no hay excepción que valga ante la inflexibilidad de esta regla, porque la ley de la concordancia no tiene corazón (no importa lo que digan las etimologías). Cuando estás allá arriba no hay lugar para los sentimientos; debes vaciarte del mundo, asumir tu condición de tránsfuga, reducirte al punto ciego entre lo duro y lo blando, y dejar que todo tu cuerpo se corresponda a sus impulsos; sin espasmos, sin cosquilleo abdominal, sin sudoraciones en la nuca, midiendo de lado a lado la oscilación del trapecio con el vaivén de tus ojos: de izquierda a derecha... de izquierda a derecha... de izquierda a derecha... sin perder jamás la cuenta, porque un volatín de cuerda no puede olvidar el ritmo. Si dice “tres” en lugar de “dos”, se mata.

A nueve metros sobre tierra nadie goza en sí mismo del principio de suspensión. Arriba y abajo son dimensiones relativas. En lo alto se encuentra el santuario, la cúpula de los portentos, el gran mirador del mundo hacia la que todo artista del aire debe dirigir sus impulsos —aunque al final sea la caída (ese descenso calculado), lo que en realidad capture la magia de la danza en las alturas—.  ¿No es acaso ese doble movimiento: ascender/descender, la clave de todo conjuro?  Por cada objeto que sube otro igual debe caer. Y si no que lo digan ellos: Aitor y Nerea, para quienes hoy —literalmente— el mundo se reduce a ese pañuelo de cuatro puntas que ella amarra entre sus tobillos y que él deberá pescar en volandas con la cabeza al revés.  Pero el tiempo (ese brutal equilibrista) suele ser también acróbata; y por más que se le desoville, o se le escurra entre colgaduras, siempre habrá de continuar, por su cuenta, dando vueltas… hasta que  algún día la pregunta acabe siendo obligatoria: ¿cuándo empieza la cuenta atrás? ¿a los cuarenta? ¿a los cincuenta…?

Tres décadas de malabares dan para muchos vértigos.  Aitor lo tiene más claro: el espasmo en la musculatura, el tinitus en los oídos, el fuego en las axilas, la curvatura del cuerpo. A Nerea todavía le seduce el fulgor de las lentejuelas. Y es que antes, mucho antes de despertarse un buen día siendo pareja sentimental; antes de que el columpio les amarrase al tobillo una infinidad de cabos sueltos, y de que su mundo entero acabara siendo un polígono de tres pistas, ellos ya habían aprendido a perpetuar el momento, a despojarse de la rigidez del cuerpo, a abandonar el señorío del suelo y a dejarse caer en volteretas sobre la arena sin red.

Una mañana, casualmente, antes de salir a ensayar en la pista, Aitor le había preguntado: “¿Cambiarías una playa inmensa por la plenitud de este momento?”  Pero su mujer le había desmontando la pregunta con una mirada intranquila que no paraba de buscar, con el rabillo del ojo, la punta flexible del látigo que envolvía el poste de amarre.   Aitor le lanzó por los aires un enorme aro dorado, y a Nerea se le ocurrió pensar (justo cuando lo atrapaba al vuelo), en una lagartija que se las piraba corriendo sobre la superficie estancada del agua. “Vamos, cariño —animaba zalamero él—:  muéstrale al mundo esa tonicidad neréica que a todos hipnotiza.”  Y ella, entregada como siempre, cogía aliento y se encaramaba reptando por la colgadura del brabante, hasta el nudo de la viga donde se columpiaba el gran trapecio. Allí arriba, y una vez que el ángulo de operación establecía sus coordenadas, la pirueta comenzaba a elaborarse a punto fijo: la manivela del impulso, el rebote desplegado, el doble salto mortal, el formidable “arete de la diosa”…con su caída libre de cabeza, hasta destrenzar entre cabriolas la larga maraña de cintas, sobre un Aitor expectante y armado únicamente de sus brazos y sus piernas, que habrá de recogerla al vuelo, sujetándola por los tobillos antes de tocar el suelo.  En el puro dominio mecánico del cuerpo, aquello era un compendio de elaboradísimas rutinas. Materia y energía… acción y reacción… cadencia y equilibrio. 

Sí… ¿pero hasta cuándo?

Esa era la cuestión. Y es que para un volatinero,  el calendario es como una gran losa de granito con patas, que a ratos se camufla y da la impresión de estar situada siempre un poco más allá, donde apenas si hace bulto; y sin embargo se mueve… avanza, sí: eclipsada por la falsa percepción de alejamiento, hasta que un día —un día cualquiera— se te echa encima o te estrellas con su muro.  Y si el tiempo definía, infranqueable, sus barreras… no se quedaban a la zaga las nuevas claves de la época.  En la última audición, sin ir más lejos, la empresaria no hizo más que bostezar, repantigada en su butaca, mucho más atenta a los emoticones de su infatigable móvil, que al virtuosismo volador de la pareja. Entre bambalinas y telones (inútil ya negarlo) resoplaba un viento intruso de música y luminotécnica, donde ya no parecían encajar las singularidades del oficio.

Entre tanto —como dicen— el espectáculo debe continuar.  Antes de salir de casa, Nerea y Aitor se han preocupado, como otras tantas veces, por regar las plantas del balcón; recogieron los restos del almuerzo, asearon el baño y la cocina, dejaron una nota pegada en la puerta del refrigerador con un imán; luego cerraron la puerta del apartamento a sus espaldas, tomaron el autobús a la vuelta de la esquina, y cogidos de la mano, caminaron hasta el emporio de la rutilante feria urbana, donde escucharon, como cada día, el murmullo especioso de las escaleras y volvieron a soportar el ritornelo de “treinta años ya es bastante”, antes de entrar al camerino para vestirse de lentejuelas y encarnar sus figuraciones: él como “portor” y ella como “ágil”; conscientes de que allí afuera —sobre el trapecio en las alturas— les espera el único espacio que todavía les pertenece.   

La compañía les ha programado una gala de beneficencia y el aforo es completo. La combinación de unas largas telas colgantes y una colorida imagen cinética, empieza ya a estamparse por encima de la cascada de luces. Comienza la música y la luminotécnica se dispara.  Nerea y Aitor esperan su turno tras bambalinas. Saben que nada se improvisa en las alturas; que todo lo que sucede allí arriba se encuentra debidamente regulado: cada una de las acrobacias, todos los desafíos, incluso las rutinas más representativas y monótonas.  En cualquier momento hay que saber “leer” el gran vacío, aprovechándose de sus propias leyes para arremeterlas en vaivén; algo que sólo se consigue —ellos lo saben— con una enorme disciplina: estableciendo modelos de códigos, dividiendo el espacio en dominios y creando estructuras de referencias donde cada elemento pasa a ser portador de un signo fijo. ¡Y es que los volatines y trapecistas son ante todo criaturas semióticas!

Aitor estira el cuerpo y aprieta con fuerza los párpados. Está intentando nivelar su respiración para no caer en la aberración del vértigo. El vértigo, sí:  pero no esa turbación de síncope, mezcla de mareo y vahído, que se suele sentir a ratos ante la inestabilidad del cuerpo…  sino el otro: el de “malabares”, ese que trastoca los sentidos y puede llegar a ocasionar una percepción alterada de la realidad.  Con el vértigo (el de malabares), todo alrededor modifica su medida: las cosas lejanas se acercan y las cercanas se acomodan escenificando nuevos cúmulos.   

El silencio es universal. Cualquier sonido en este momento sería intolerable. Ahí asoma ya Nerea. Va cayendo en volteretas desde la cúpula afianzada a una maraña de cintas de variadas iridiscencias. La música rebota en sus puntales y ella recoge el compás. ¿Quién dice que están viejos? ¿Qué esos bien torneados cuerpos no presentan ya la misma flexibilidad de hace tres décadas? Nadie diría que Nerea ha cumplido ya cincuenta años, a la vista de la sutil agilidad con la que alcanza a remontar el aire. Siempre ha sido la reina de los cielos, la diosa del arete y sus piruetas y contorsiones le ganaron la fama de la “mujer que vuela”. Y la fortaleza de Aitor parece ser la misma de otros tiempos. Provocación y sagacidad. Riesgo y destreza. En eso consistía la buena estrella que hacía de Aitor una leyenda. A la combinación de un físico elegante y garboso, se sumaban tanto la precisión de sus reflejos como el impecable gusto con que él conseguía elaborar intrincadas coreografías. Como artista del trapecio, era un sobreviviente (todos lo eran) y su cuerpo manejaba tanto heridas propias como ajenas: aquel torpe y vicioso momento de la caída del andamio, o el descalabro que acabó con la carrera de su madre y la convirtió en parapléjica. Esa era, la verdadera cantera de sus recientes temores proyectados por rebote en su pareja Nerea.

El vértigo de malabares siempre había estado allí. Venía de atrás. Y nunca se desvanecía. Las luces por ambos lados de la pista han acercado ya en círculos concéntricos, iridiscentes y esponjosos, encogiéndose de nuevo hasta conseguir un punto ciego. El arete de la diosa era una hermosa coreografía de la que el público no parecía cansarse nunca. Cierto que esta última adaptación parecía menos “estrambótica”, y que contenía una serie de rutinas quizás menos articuladas, “para bajar la tensión y el suspenso” —le había dicho Aitor a Nerea— aunque la razón era más puntual y menos técnica: quería bajarle la velocidad, pensando en lo impensable, desde que había tenido ya —y por dos veces— que desembobarla al grito de «¡Espabila, mujer!» allá arriba en el trapecio. Aitor, con toda su corpulencia, se había plantado en el otro andamio, esperando que ella ejecutara sus intricadas evoluciones, y mientras la música marcaba ya, a todo volumen los compases del “salto del arete”,  Nerea, clavada en su ángulo, parecía contemplar un fantasma. En aquella tesitura le había dado por acordarse de sí misma cuando niña, vistiendo sus muñecas con trajes de arlequín. Ahora se gira bocabajo. (El arlequín la mira). El trapecio colgado en el viento persigue el vaivén de sus ojos. Va de de izquierda a derecha... de derecha a izquierda… 

(—¿Dónde está mi arlequín?)

De izquierda a derecha...  uno, dos… uno, dos… Y se queda petrificada. —Vamos, mujer... ¡Salta!

La música ha vuelto a improvisar un juego con las luces y las sombras. El público aplaude. Y Nerea, “la diosa del viento”, salta por fin al vacío y atrapa en el último momento, la cuerda que cae desde la cúpula. Un tapiz multicolor, que a lo lejos parece una tela sólida, avanza y se convierte en una maraña de cuerdas que se ensortijan como sierpes. La muñeca, vestida de seda le hace un guiño al arlequín y ella trepa hasta alcanzar el ojal que se menea en el centro. Nerea se sienta en el aro pulsando los desafíos. Aitor aparece en el columpio y la convida: ella accede y las piruetas conjuntas se desarrollan con soltura y normalidad. Cuando la música lo indica, las luces parpadean, el “portor” se desliza por la cuerda y la “ágil” se queda arriba, entronizada en su ojal. Toca ahora el segundo acto. Una ejecución de riesgo moderado que ambos conocen de memoria. Son piruetas que incluyen saltar desde un trampolín pequeño hasta planear entre varias plataformas con giros y maromas. Al público, por lo general, no le suele alcanzar el verdadero drama. Tan solo ven dos cuerpos, apenas hilvanados, flotando en el aire entre dos trapecios. Para aquellos que se mueven por las corrientes, sin embargo, el vértigo de malabares va por otra senda.  Cualquiera de esas piruetas isométricas que en el suelo pueden durar varios segundos, en las alturas demoran lo mismo, pero parecen eternas. Y es que al descender con un movimiento en el que no intervenga la gravedad se crea la ilusión de que el instante se ralentiza.

Aitor no cierra jamás los ojos mientras trabajaba sobre el viento. Un volatinero puede prescindir de todos los sentidos, excepto de los que le hacen mirar y palpar.  Nerea trae además bajo la manga un personal “artículo de fe”, una especie de talismán enroscado en su muñeca derecha, que perteneció a la madre de Aitor, la eximia Gran Elena.

Va a empezar la siguiente pirueta y las luces se estacionan. Un reflector recorre el escenario. Sube y baja enfocando los trapecios y las cintas. Uno, dos y.. tres. Tres… Dos… Uno… Recuerda: ¡si dices tres en lugar de dos… te matas!  La música ensordece y un tambor —muy cercano—  redobla.  El espacio entero se recorta reclamado todos los sentidos.  No desnivelarás el vacío impunemente

—¡Salta! —Primero ella… y luego él. El público se sobrecoge. Y otra vez crece el redoble.  

—¿Vienes, cariño?

Y allí van.

De resto solo queda imaginar lo que se teme. Aitor pensará en las olas de aquella playa inmensa. Nerea volverá a vestir de arlequín a su muñeca. Uno, dos y tres… (si dices “dos” en lugar de “tres”). Ella se está dando la vuelta dentro del arete… parece resbalar, pero se queda congelada un segundo antes de ver a Aitor saltar al vacío y alcanzar el óvalo en el que se descuelga boca abajo agarrada solamente por un pie. Nerea vuelve a nivelar la cintura a la altura del arete  y sus giros se suceden uno tras otro con exquisita perfección, pero llegado el momento de sujetarse de los brazos de Aitor, algo falla. Puede paladear la descompostura del vértigo. Los brazos le tiemblan e incapaz de poder sujetarse de la soga, se agarra a la cintura de su pareja. El tiempo se detiene.  Abajo, el público contiene el aliento, luego se hunde en un silencio total, del que escapan aislados solamente un par de gritos. Entonces, solo entonces, Aitor y Nerea se acercan por el aire hasta juntar sus dos cuerpos. Y con un lento, delicado, pero preciso movimiento… se sueltan del ojal que les mantiene en suspenso. 

¡Caer, por fin, es inevitable!