(Del libro de cuentos: Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá, 2016)

la gracia fea

Weaving spiders come not here.

Shakespeare

 

La manera como Randolph tomaba posesión de sus criaturas era la de una danza ritual. La pirueta comenzaba con alguna tontería: una atracción fatal, un donativo impertinente, una encerrona, una intriga... qué sé yo; cualquier atrevimiento, más o menos controlado, que le permitiese al jugador ir calculando sus distancias para lanzar la primera movida. Todo lo que sucedía después, surgía de ese pequeño esquema.  

La verdad es que tal destreza no le pertenecía exclusivamente a Randolph (ni a los que hemos jugado a su vera). Esa cadena de disimulos no era más que un recorte —y muy menor, por cierto— de una compleja estrategia de propiciamiento universal, que desde hace décadas se ha venido utilizando para contender las inhibiciones, que algunos novatos suelen acusar cuando son seducidos por el Juego.

Randolph, sin disputa, era el que más partido sacaba a este tipo de estratagema. Siempre fue un iluminado, y no sólo porque lo lleva en la sangre, sino también por su atrevimiento. Todavía me parece verlo en el Grove haciendo trucos con una baraja bohemia, mientras nos enseñaba a marcar las diferencias entre una “simulación” y un “enmascaramiento”, o a interpretar los arcanos mayores. Fue él quien me eligió como su lugarteniente, allá por los años noventa, entre docenas de aspirantes de mi generación. Randolph también —que yo recuerde— fue el primero que nos habló (sin tapujos ni eufemismos) de lo que llamamos gracia fea, es decir: de la noble mentira piadosa y de la destrucción constructiva, iniciándonos en los misterios de la cremación de las preocupaciones, la redención por el pecado, la vivificación de las sombras y el verdadero rey del mundo. Sí, Randolph nos aclimató desde el alfa hasta el omega.

 Como cada mes de julio, y desde hace más de un siglo, nuestro club se reúne en secreto (o mejor dicho: a escondidas), para celebrar por dos semanas el apogeo de la hermandad, y también para divertirnos con la mecánica de los nuevos juegos. Este año han aparecido un poco más de los mismos, y aunque el clima no acompaña —la humedad de este bosque es un fastidio— está resultando muy atractivo. En un mesa enmaderada, debajo de las secuoyas, se juega a la Catalaxia según las reglas de Hayeck. Al borde oriental del lago, en la cabaña apodada “Mandalay”, se están montando un buen rollo con el juego de los terroristas. En mi equipo somos treinta y dos —sin contar todavía a Randolph— y hemos estado ocupadísimos con lo del síndrome del minotauro, creando laberintos. También se ha jugado al Sísifo (es decir: al suplicio) que consiste en ver cómo la gente va y sube otra vez la roca que le vuelve a caer encima.

Randolph  me acaba de traer un opúsculo que sacó esta mañana de la biblioteca del campamento, y al que con orgullo de coleccionista califica de “incunable”. Es uno de aquellos grimorios (que yo creía descatalogados), que los bohemitas publicaban durante los años cuarenta. Me contó, preocupado, que se corría la sospecha de que podrían haber detectado una  infiltración aquí en el Grove. Últimamente eso sucede. Los políticos y los alguaciles quieren ser carismáticos y los académicos se han vuelto conspiracionistas.  A pesar de ello, la victoria por nuestra parte no tiene ya vuelta de hoja, toda vez que el totemismo se ha convertido en la nueva ciencia, y el nihilismo, no la filosofía, se hará cargo de la cuestión eterna de para qué sirve el ser humano.

Con el crepúsculo del atardecer nos retiramos a nuestras cabinas. Luego hemos salido a beber algunas copas en el Sempervirens, y a las nueve nos han regalado con una cena opípara.  Vigorizados por el contexto, muchos de nosotros nos hemos acercado a ver el santuario del Gran Búho, donde cruzaremos la octava noche hacia la madrugada del nueve. Aún se nota mucho ruido en el ambiente, pero se sabe que antes de la celebración de los diferentes servicios rituales, el griterío de los congregados se irá afinando hasta volverse un acorde armónico. Justo en medio de la laguna, han empezado ya las luces y los fuegos de artificio.

 ¡Tontos! ¡Tontos! ¡Tontos!...  Recita por los parlantes una imponente voz histriónica: ¿Cuándo van a entender que a mí no me pueden matar? ¡Oh Gran Búho de Bohemia! ¡Príncipe de toda la mortal sabiduría…!

(Lo transcribo en su idioma original):

O Great Owl of Bohemia!

Prince of all mortal wisdom

We thank thee for thy adjuration.

Begone Dull Care!

Fools!

Fools!

Fools!

When will you learn

That me you cannot slay?

Una fogata de enormes lenguas enrojece la laguna. ¡Estremézcanse de triunfo, cófrades del arcano símbolo! En lugar de entrar andando, los nueve oficiantes llegan en sendas carrozas a la tarima, cada una más engalanada que la anterior; uno encaramado en un dragón, otro en mitad de los sellos de Salomón, otros más con semejanza de Saturno, de Prometeo o de Iblis. Los principales llevan una capa de color púrpura, recamada de brillos. Sobre el agua, y desde una manga del río, aparece la barca mortuoria que trae las ofrendas y los sacrificios que serán inmolados al Gran Búho. Un murmullo crece en coro jalonando el estribillo:

Fools!

Fools!

Fools!

When will you learn

That me you cannot slay?

As vanished Babylon and goodly Tyre
So shall they also vanish

Year after year you burn me in this grove.

Me separo del cortejo para ver dónde está Randolph, y lo diviso justo al centro de la tarima principal. Su altura lo destaca sobre el resto de los celebrantes. Va cubierto con un ropón negro, una máscara de Baphomet y lleva en la mano una antorcha. Sólo él se ha dado la vuelta quedándose con la vista clavada en la mole de hormigón de nueve metros que preside la ceremonia: el Gran Búho de Bohemia.

¡Ardan cargas inútiles!

¡Escrúpulos y cautelas!

¡Despojémonos de los remordimientos!

¡Que las conciencias no se ofendan!

Quemar las preocupaciones es la osadía perfecta. Sólo a los transgresores se les concede la redención. La ceremonia ha sido diseñada para activar las defensas y provocar una mezcla de grandilocuencia y estupor. Todo ello forma parte del entorno de este juego. El juego es seducción y seducir es fragilizar. Seducir es rendir. Seducir es obligar al otro a querer lo que no quiere. Es apartar al otro de su mirada interna. Seducir, a fin de cuentas, es anular las resistencias y conseguir ganarle la partida a la memoria.

Randolph ya no es El Randolph… y eso tengo que asimilarlo. En el último summit moloquiano, hará unos cuatro meses, se pasó de la raya con sus “interpretaciones” y anduvo en zancas de araña propiciando extrañamientos. Por eso me pregunto: ¿por qué está siempre fuera, andando solo? Entre estas afluencias él nunca se ha sentido objeto de intrusión; al contrario. En las jornadas del Gran Juego siempre hay una satisfactoria familiaridad, una ausencia de competencias. A nadie le interesan los prejuicios ajenos. Esa ha sido la inarticulada regla de oro de nuestras adhesiones, y sobretodo en estos días, en que venimos a celebrar, es necesario respetarlas. 

Acepto que su vida es su vida, y no tiene por qué gustarme. Recuerdo, sin embargo, que él fue quien me enseñó a pactar con lo tremendo. Tú me pusiste en el disparadero, Randolph… ¿recuerdas? Tú me ataste de brazos y piernas y me ofreciste a la tentación. No alcancé a ser Prometeo, es cierto, pero me di a contar las cifras que suman sus laberintos. Así supe que el Gran Juego es antiguo y es contiguo… y deduje —a mi manera— cómo llegar sobre tu altura.  

So shall they also vanish!

Ha vuelto a amanecer, y en el Grove el holocausto arde todavía sobre la escena. A media noche, Randolph acabó desplomándose en la mitad del cortejo. No hubo gritos ni auxilios. Tampoco, por cierto, se escuchó ningún lamento. Aquel que fue en su día el gran catalizador, el iluminado fiel, un cófrade venerado, caía sin aliento. Había tenido que pasar por todo aquello justo allí: los temblores, las palpitaciones, la dificultad para respirar, el jadeo, la visualización de sus mágicos ardides, sus juegos de abalorios, los señuelos, los trucos, sus rayuelas.

¡Tontos! ¡Tontos! ¡Tontos!... seguía clamando el Gran Búho azuzando la ceremonia.

¡Despojémonos de los remordimientos!

¡Que las conciencias no se ofendan!

Randolph me llamó por mi nombre, me miró detrás de la máscara y alargó su mano hasta la mía. Por lo visto no sabía cómo interpretar su situación. Yo sí.  Rememoré sus enseñanzas, pensé en la “gracia fea”, y entonces le di la espalda negándole la misericordia.

 

 

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