(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)

dolores garbo habla

Ahí pero dónde, cómo…

Julio Cortázar

 

 

El silencio aparente en el que Dolores Garbo vivía, le había conferido una mecánica de precisión a sus gestos. No era sorda ni muda, simplemente no hablaba, pero como nadie sabía a ciencia cierta la razón de su sigilo, se decía que esa misma elipsis que la mantenía con la boca cerrada, le había regalado a cambio un oscuro privilegio.

Era una mujer huesuda, larga y carniseca; una especie de presidente Lincoln sin barba y sin sombrero. Pómulos saltones, faldas hasta los tobillos, maquillaje de los años cincuenta. Imposible imaginar alguien tan desfasada del siglo; todo lo cual, sumado a la circunstancia de que se trataba de una fotógrafa de alto renombre profesional, llenaba de contradicciones cualquier conversación sobre ella.

Un rumor que circuló por años solía combinar a Dolores con cierta especie de logia, secta o cofradía. Todo, a simple vista, denunciaba algo escondido (por no decir clandestino),  y las puntas de esa viciosa especie, que nunca dejaban de bifurcarse, le habían dado cuerda a una miscelánea de impertinentes leyendas urbanas.

Antes de caer en el silencio —eso se sabía por las habladurías— Dolores Garbo era muy expresiva, tanto con su vestimenta como con la lengua. ¿Qué  demonios le había sucedido? ¿Por qué se había vuelto muda? ¿La habían obligado a cerrar la boca? Y la pregunta del millón: ¿Por qué sus fotos causaban tanto revuelo —por no decir espanto— y eran vistas y desaparecidas? Había pasado de ser una invisible cámara, a convertirse en una sorprendente artista de altos vuelos. Y todo por sus fotografías. Esas que enfocaban cosas que nadie más veía.

Casi nadie creyó nunca que su mudez era producto de algún desperfecto natural. Y es que si ya causaba dentera el recargo de su objetivo, era imposible entender cómo hacía para fotografiar la perfidia, el rencor, la traición, los celos... o lo que estaba aún por suceder.  Y mientras pocos se atreverían a competir con su talento, lo único cierto del caso es que se la temía profundamente. ¿Miedo a Dolores Garbo? Miedo pánico; sí porque nunca se sabía a quién, o qué, iba a aparecer colgado de los hilos de un tenderete de fotos que a ratos aparecía a la entrada de una popular cafetería.

Los tenderetes de Dolores Garbo no tenían desperdicio. Habiendo ganado la costumbre de re­flejar los matices exactos (como compensación de su elipsis) sus ojos eran lo bastante dinámicos como para jugar con el obturador con precisión de gato. Era una fiera en hacer encajar las sutilezas, y ese tipo de amalgama óptica le permitía lucir frente al visor un objetivo fiel … y acaso mucho más.

Dolores pasaba muchas horas recorriendo la comunidad. No había nunca verdaderos indicios para que su cámara terminara captando esas insólitas fotografías. Sucedía, simplemente. Una excursión de verano, dos parejas frente a un árbol,  una anciana en la ventana, un hombre paseando a su perro, la vendedora de hortalizas. Con el lente en la mirada podía sentir lo que veía, extrapolar cualquier reflejo, detener el latigazo del viento en una cuerda, interceptar cualquier sonrisa, tropezar con mil secretos, atar con luces y sombras las consignas de la época, el desbarate del ánimo, la soledad de un recuerdo.  

Está claro que las fotos que Dolores solía colgar ante el público, no tenían desperdicio; y aunque es cierto que a primera vista podían parecer muy artísticas y hasta sin malicia alguna, no lo es menos que en la comunidad todos temían hallar en estas imágenes algo encubierto y prohibido. Y eso era precisamente lo que al rato sucedía: cada quien las contextualizaba según sus propias aprensiones, y la provocación, por supuesto, quedaba siempre servida.

***

No andaba Dolores Garbo en ninguna aventura concreta, cuando se recogió los faldones y se sentó sobre la hierba a la sombra de un mangostán. A falta de interés y ganas para hojear las revistas de modas (de esas que compraban sus fotografías menos originales y comprometidas), se distrajo mirando al través del visor digital de su cámara: una mujer saliendo del trabajo, una mujer cruzando la calle, una mujer comprando naranjas, una mujer subiendo las escaleras, una mujer entrando a su casa, una mujer que va a recibir una paliza de su pareja esa misma tarde. En la penúltima de las fotografías, ya se le ve el labio hinchado, y en la siguiente, un gran moretón le cubre el ojo derecho hasta la oreja.     

Las anomalías se disparaban justo cuando el objetivo las captaba. En un día claro era cuestión de sola exposición. Otras veces era necesario ir apuntando varias tomas, porque las anomalías solían aparecer en el tránsito de alguna secuencia. El problema que quedaba pendiente, es que no se podía saber si una figuración había ya sucedido o estaba aún por suceder. Varias veces había capturado sucesos que parecían ser proféticos (como por ejemplo la secuencia de ese maltrato de género), donde aparecía un encadenamiento que traspasaba la toma original. Este tipo de episodios, sin embargo, era la excepción y no la regla. Lo que regularmente sucedía —de acuerdo con su experiencia— era que de pronto una secuencia quedaba atrapada en un bucle: —un niño perdido en un parque, un ahogamiento a media noche, un falso dictamen pericial, una conjura administrativa, un cleptómano circunspecto— generando continuidades y visiones paralelas.  La experiencia había llevado a Dolores a figurar una serie de esquemas. Sabía, por ejemplo, que el fenómeno necesitaba una distancia de mínima de aproximación, y que había algo así como un “espacio ciego” en el que nada aparecía.

Dolores no era ajena al trastorno de estos hechos. Una vez había retratado in loci la cara inflamada y fofa de una famosa suicida, cuando fue levantada de las aguas con las manos amarillentas, el pelo plagado de hojas, légamos y espumarajos.  El expediente oficial del suceso, adjuntaba  tres fotos al margen, donde se podía ver a la fallecida siendo empujada desde el puente por un hombre que todos conocían perfectamente como el marido de la occisa. El tribunal, sin embargo, las rechazó como prueba  

La pregunta que la perseguía cada vez que colgaba sus fotos, era: ¿estaré haciendo bien o mal? Un suceso, que no debía estar en el recuadro, pero que evolucionaba constructivamente, le entonaba el humor e incluso la tranquilizaba. Los trampantojos, por otra parte, no los sabía procesar. Es arte… sólo arte… se decía para relajar la tensión. Y sin embargo, cómo no imaginar las vueltas que aquellas visiones alternas estarían produciendo en la fábrica del universo, y hasta qué punto estas anomalías le acabarían pasando factura. ¿No era acaso, por eso, que se había quedado muda? 

Caminando por el parque, una pareja recostada a un árbol, le llamó enseguida la atención. La cámara se le disparó por instinto. La muchacha echó la cabeza hacia atrás. Era realmente una niña. Tenía el rostro redondo y la mirada crédula. El joven que la acompañaba no era muy alto, pero sí fornido, con las mandíbulas apretadas, los ojos intranquilos. Como siempre, los enfocaba enmarcando el paisaje, desde un ángulo discreto. No era asunto suyo las intimidades que estaban, o no, compartiendo. Más bien lo quería era retratarles las manos y por eso se aproximó, para pillar, de pronto, ese coqueteo silencioso que ocurre cuando los dedos se tocan y se retractan, sin decidir aún si se rozan, se aprietan o se manosean; pero el ojo de la cámara miró entonces por su cuenta y retrató la cara de la chica: un moretón feo en un costado de la cara, desde el lóbulo de la oreja hasta el pómulo. Lo peor de la herida es que era tan nueva que aún no aparecía a simple vista. Dolores Garbo miró la fotografía, y la cerró con impotencia.

Una mañana, el sol bajó a iluminarla, prestándole por artificio algún calor a la frente, a sus pómulos puntiagudos y a sus manos de salamanquesa. Llevaba, como cada día, un untuoso maquillaje, que se le resquebrajaba en estrías alrededor de las ojeras. Allí, de pie (en su sueño) le hicieron llegar un mensaje que le proponía una disyuntiva. Dolores Garbo se despertó contrariada: le dolía muchísimo la cabeza; se tomó a sí misma una fotografía, se miró la herida en el cuello, pero prefirió seguir sin voz.