(Del libro de cuentos: Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)
la bendición de la quimera
Llevaba un cuarto de hora escribiendo cuando, con un crujido apocalíptico, se resquebraja la cáscara del huevo que está sobre la mesa y de él se eleva la Quimera, que llena la habitación con su rugido de dragón, con sus garras de león, con sus inmensas alas de murciélago. Se extiende triunfante sobre ti, mientras tú, febril y bruscamente encogida, sigues escribiendo con rabia: «no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no…»
Mircea Cărtărescu
No es para nada difícil imaginar una quimera, con sus alas de murciélago, el cuerpo de león, una cabeza de carnero acoplada sobre el lomo y la cola de serpiente. Eso, después de todo, es sencillo (quizás porque es inverosímil). Lo difícil es tener que convivir con ella: aceptar su maldición, su endemoniada inocencia, adherir a los rigores que imponen sus desconciertos, lamiéndole las heridas, recogiéndole el bulto y observándola cuan rara es cubriéndose las vergüenzas, como un gran rompecabezas que se intenta armar sin guía, entre un paisaje de sombras y un lienzo de colorines.
Equidna Simón ignora cómo es que aquello sucede. De lo único que pude dar cuenta es del cuándo y el por qué. Sabe que suele ocurrir cada vez que un desequilibro —un súbito empeño necio— se apodera de su hija. Entonces, el cuerpo de la niña experimenta un trastorno morfológico y ¡puf! …aparece la quimera, que ya no podrá detenerse hasta que se agote el impulso fatal que la empujó a cambiar de hechura, so pena de quedar descuartizada para siempre. A la madre, entonces, sólo le queda esperar a que la chiquilla se recomponga, y rogar para que las piezas vuelvan a encajar en su lugar.
La revelación de aquel portento apareció con los primeros llantos y cuando la criaturita se encontraba todavía pegada al pecho. Con el correr de la naturaleza y bajo la irritación del pudor fresco, fue la propia niña entonces, quien se empeñó en juntar maneras, adecuando cada elemento a los ritos de la metamorfosis, e intentando dar aliento a la rueda de las transformaciones, mientras la madre, en el patio florido, regaba sus nomeolvides, sembraba begonias azules, abonaba los pensamientos con estiércol matutino, y Eliécer Tifón se alejaba cada día un poco más de sus vidas.
Una mañana detrás de la lluvia, cuando el viento secaba la hierba, Equidna Simón levantó la cabeza desde un ramillete de muérdago, y advirtió que su pequeña hija se empujaba y pegaba saltitos, agitando como un molinillo sus dos alas de murciélago. Supo enseguida que una época clausuraba allí su agenda, y que en adelante, se tendría que imaginar otras ritos para no perder las riendas.
Si de algo se lamentaba la madre, cada vez que la chiquilla se transformaba en quimera, era de lo mal que había empeñado su tiempo en el calendario. Por varias razones auténticas (y algunas más mezquinas), ella había descuidado los ciclos de las celebraciones y rituales, recelando de todos los misterios frente al padre de la niña, quien a esas alturas apenas si se asomaba por casa. Para soportar el alejamiento, aprendió a inventarse historias todas llenas de prodigios, y se convenció de que Eliécer Tifón, estuviera donde estuviese, aún seguía pensando en ellas, y de que ya aparecería por la puerta, con un ramo de siemprevivas, una vez que lograra zafarse del fiero Belerofonte y rendir al león de Nemea.
El clima empezó a cambiar pero Tifón nunca regresó. Detrás de los meses de invierno llegaron los abejorros, y el vergel asilvestrado se consumió en su abandono. La niña se transformaba en quimera jugando entre los matorrales, y Equidna Simón, llorando, se calzaba sus botas de caucho para que no la picaran las culebras. Cuando cundió la maleza, todas las flores del patio se hincharon de pelusilla. Un rastrojal enmarañó la hierba y los viveros de magnolias se fueron cargando de ortigas. Los jazmines se llenaron de arrieras, en las canéforas se criaron zancudos, los maceteros se desbordaron, todo el estanque se cubrió de légamo, y ya ni siquiera los heliotropos sabían por dónde iba el sol.
Fue entonces que Equidna Simón sintió perder la compostura. No podía saber, a punto fijo, cuándo la chiquilla (que iba creciendo veloz), mudaría otra vez de aspecto. El jardín, vuelto una ruina, le había desnivelado el nervio. No entendía ya si quería a su hija con piedad o remordimiento. El caos empezaba a cercarla y entre tanto desaliño, hasta los sentimientos impensados se le complicaban y reñían; sólo juzgaba las cosas vagas, las más próximas e inofensivas: mirar a su niña cuando estaba dormida y recordar la yerba fresca.
A la quimera, como a cualquier niña, le divertía jugar al escondite. Su madre contaba hasta diez, y ella corría con el lomo gacho y apiñaba las cuatro patas debajo de alguna mesa. Cuando Equidna por fin miraba, y hacía como que la encontraba, ella saltaba como una cabrita y abría sus alas de murciélago, mientras su cola serpentina se sacudía golpeando a diestra y a siniestra.
A falta de jardín, y porque no hay mal que por bien no venga, Equidna Simón se dedicó consumadamente a observar a la quimera. La seguía a todas partes, no le perdía la mirada ni despierta ni dormida, y hasta se preocupó en llevar una bitácora para registrar las contingencias: la duración de los episodios, las horas y las frecuencias, los indicios y los pronósticos, la obstinación y el capricho, la actitud y las intenciones, y hasta llegó a a consignar en sus notas lo que creyó que era un patrón: que cada crisis metamórfica era anticipada por una serie de “detonadores fijos”, que consistían simplemente en palabras, interferidas por algunos gestos, que aparentemente oficiaban como invocaciones o conjuros. Antes de cada transformación, se la oía decir por ejemplo: “luna”, “mercurio”, “rosa”, “espejo”, “leche”, “mandorla” o “violín”, así como otras, tan tremendamente insólitas, que no lograba saber por dónde las habría aprendido: “espargiro”, “régulo”, ”retícula” o “quinta esencia”. Estas anotaciones resultaron muy afortunadas y no sólo le servían para entender mejor a la niña, sino para organizar sus días.
Pero otras cosas seguían su curso y de igual forma se repetían. Cada una de las miradas de Equidna Simón a su hija —aun las motivadas por la ternura— eran interceptadas por un malestar contradictorio que no la dejaba reposar. Momentos había en que no toleraba siquiera su cercanía, y cuando más tarde se arrepentía (lo que pasaba invariablemente) iba, y como castigo, se escondía a sí misma el perfume de gardenias, que era lo único que aún le quedaba de las viejas fragancias del jardín.
Los ojos de la quimera la seguían sin luz en la noche, como un rapaz a la liebre, mientras los de ella —siempre abiertos—, trataban de hundirse hacia dentro, buscando acomodo en el llanto y en la parte de atrás del recuerdo. Y al cabo, cuando todo volvía a su ser, era la chiquilla, entonces, quien saltaba de la cama, se revolcaba juguetona y buscaba la manera de tranquilizar a su progenitora. “Ya me está pasando, mami… mira… todo está ya otra vez en su lugar”. Y le sugería cerrar los ojos para irlos abriendo de a poco… como cuando se entra a una sala de cine y es necesario mirar de reojo para no tropezar por el pasillo, o para poder apreciar de cerca la gran pantalla de plata. Pero no siempre la criatura acaba tan feliz. A veces, el pulso cimbreante de la quimera enrarecida parecía durar largo rato después de la metamorfosis, e incluso cuando se estabilizaba, y después de que la carcasa se humanizaba, la piel aún aparecía intranquila y como veteadas de transparencias.
Equidna Simón era mujer de fino olfato. Por eso, aquel día, no tardó en notar un olor tenue y como impregnado de rancias especias, que se esparcía por toda la casa desde algún lugar de la buhardilla. Caminó siguiendo el tufo y no tardó en contemplarla: familiar y extraña al mismo tiempo, sólo que esta vez estaba coronada de herbajes y helechos. No quiso acercarse o quizás no se atrevió. El portento había tomado ya su forma pero, a diferencia de otras veces, un susurro se le metió en la cabeza y le empezó a soplar que nada de eso era real, que era tan sólo su imaginación. Se tapó las orejas con las manos mientras y bajo corriendo la escalera, deseando tener todavía un jardín donde poder enterrar sus yerbas.
En el espacio de un pequeño recuerdo, todo parecía haberse transformado en poco menos de dos décadas. Eliécer Tifón se había marchado, presumiblemente para siempre. Su jardín se había estropeado y la niña había crecido; de hecho ya se había convertido en toda una mujercita. Hubo una época, recordó, en que también ellos se habían creído felices; tenían un jardín y una cocina, una hija y una biblioteca, y una cama con fundas de seda donde hacían el amor tantas veces como el cuerpo se lo merecía.
A Equidna Simón el pecho se le desinfló como una pelota sin viento, cuando descubrió que la chiquilla, por lo visto, había desaparecido. La esperó por varios noches entre las breñas del viejo jardín. Si se había fugado de casa, posiblemente habría ido en busca de su progenitor. No le quedaba otro razonamiento, por disparatado que eso pareciera. Recordó que recientemente la niña la había examinado:
— ¿Te importaría dejarme sola alguna vez, mamá? —Creyó que era una broma de su hija... pero la muchacha hablaba en serio.
—Pues no sé que me quieres decir con eso, hija —le contestó asombrada Equidna, mientras oía cómo ella le explicaba que quería que la dejase vivir por su cuenta, lejos de casa, por algunos meses. Y que después, a partir de ahí, las dos podrían proyectar mejor sus caminos. Equidna no lo podía creer; y tampoco sabía qué hacer. No era nada cándida en lo relativo al poder de una adolescente, “Quiero estar sola cuando me apetezca. Quiero ver si hay alguien, en el mundo entero, que me pueda querer a pesar de todo.”
Y sucedió. La niña se marchó de casa y Equidna Simón interrogó al espejo entre el remordimiento y las preguntas tontas. Y si le hubiera dicho otra cosa, ¿habría ocurrido lo mismo? Y si la niña no la hubiese hecho aquellas preguntas ¿se habría ido igual? Pasó el tiempo, a su manera, y la chica siguió brillando por su ausencia. No sólo no había vuelto a casa, sino que ni siquiera le había hecho llegar ningún recado por teléfono.
Y eso le dolía.
Equidna Simón se despertó estirando el brazo hasta la mesita de noche. Sacó de la gaveta una vieja agenda de teléfonos, y le puso una llamada a aquel señor de la agencia de bienes raíces, con quien había entrado en contacto hacía unos cuatro años, cuando se lanzó a encontrar una vivienda adecuada para criar a monstruo.
“Monstruo”; sí... lo había dicho sin dar un respingo y esa naturalidad le impresionó. Quería ver si su hija se había puesto en contacto con él. Explico el señor con toda amabilidad. Y es que teniendo la niña acceso al fideicomiso de su padre, bien podría haberle contactado a fin de indagar las facilidades de arrendar un domicilio; así es que Equidna le preguntó, sin rodeos, al intrigado vendedor, si su hija se le había acercado, pero al otro lado del aparato la voz no recordaba haber tenido noticias de la existencia de ninguna hija de nadie, ni antes …ni por supuesto, ahora.
Equidna Simón, ofendida, pidió hablar directamente con otra persona de su oficina a ver si alguien más la había atendido; explicó que era una muchacha adolescente, aunque ya mayor de edad, que estaba sola, que no sabía valerse por si misma y que padecía una rara enfermedad. Él le contestó que había mucha gente que pedía lo mismo, incluidos clientes que estarían llamándole en ese momento para hacer negocios reales, no para preguntar por hijas imaginarias. Es muy importante, siguió insistiendo Equidna, pero el agente inmobiliario terminó por colgarle el teléfono, convencido de que aquella necia mujer —a la que en efecto recordaba haberle alquilado la casa grande grande con jardín—, era una desequilibrada o mentirosa.
¿De qué hija le estaba hablando? Él no recordaba haber sabido que esa inquilina tuviese ninguna hija.
Equidna Simón regresó su casa después de caminar por los alrededores hasta donde la llevaron sus pies. Mientras escuchaba el noticiero que ponían en la radio, envolvió por separado cada una de las verduras que había comprado y las fue guardando en la nevera. Harta de observar el teléfono, por si su hija llamaba, se tumbó y cerró los ojos. Al instante, una necesidad de hacer algo, le empezó a pulsar al tacto, como si hubiera estado acechando otra oportunidad. No quería (no podía) distanciarse de su propia queja. Era necesario mantenerse en guardia (aunque no demasiado cerca) y por eso se decidió por la televisión.
Pasaban una de esas películas de fantasía épica que tanto gustaban a su niña. Sin dejar de mirar la pantalla le dio por pensar en algo simple: un florero, por ejemplo. Se imaginó, por alguna razón, que de ese florero imaginario sobresalían dos hojas verdes, muy largas y peludas, como las cejas de un burro. Siguió con los ojos en la pantalla, pero sin dejar de imaginar que a aquel florero, con las orejas de burro, le habían crecido cuatro patas. Trajo la figura a la altura de los ojos, le dio un par de vueltas dentro la cabeza, y la puso patas arriba… ¡Ya está! Entonces, volteó otra vez en el florero con patas y orejas de burro y le enchufó una espléndida cabeza de león. En eso, miró de lleno la pantalla.
(En la película aparecía un dragón).
Volvió evocar la escena que estaba combinando mentalmente y le dio al florero con patas, orejas de burro y rostro de león, un hermoso par de alas color púrpura rosado. Pero le faltaba tener una cola, y le puso una viva y dúctil, que ondulaba como una serpiente. Fue entonces que que cayó en la cuenta de que esas orejas de burro desencajaban absolutamente con la cabeza de león… así que le ensartó sobre el lomo felino un pequeño animalito con cuernos, similar a la figura del Aker que aparece en los arcanos mayores de la baraja del tarot.
¡Había concebido una quimera!
(Ahora tendría que alimentarla).
Equidna saltó de la cama y llegó corriendo hasta la cocina. Puso agua en un recipiente y lo llevó a su habitación. Si algo sabía ella era de dragones. Los alimentos que prefieren comer (que son carnero y chivo), dónde duermen (en cuevas). El agua le había sentado bien. Le había dado la energía necesaria para ejercitar las alas. Del león se encargaría más tarde. Tenía una pierna de cerdo en la nevera, y cuando fuera de noche (porque los felinos se alimentan bajo la luna), le daría de comer. Por el lado de la serpiente estaba ya todo coordinado: huevos; eso nunca falla con un ofidio.
Delante de ella, la cola de serpiente de la quimera se levanta como si fuera una cobra y le lanza una mirada inclemente. Llega entonces Aker, el macho cabrío y sucede que no está para nada contento con que le hayan truncado medio cuerpo. Aker lleva el pelo recogido en una coleta y viste una camiseta con un pentagrama rojo.
(No me tengas miedo… ¡ven!).
No sentía ya la menor repulsión cuando acariciaba la piel escamosa de su hija. Sentir repugnancia hacia lo que se consideraba hermosísimo, ¿no constituye acaso la fórmula básica de la condena divina? Atenuar la propia culpa y no sentir más que un frío interior, una profunda indiferencia, ¿no significa traicionar lo que ha sido el motor del propio anhelo y la razón de toda estima?
—¿Dime hija: qué quieres que hagamos ahora?
La quimera no le contestó con palabras, pero sí con la mirada. Le dijo que le apetecería salir a pasear por el jardín (su jardín), que añoraba volver a cuidar las flores (sus flores), que necesitaba llenarse otra vez los pulmones de aire fresco y echar a correr sobre el pasto recién mojado por el aguacero. Y entonces se le ocurrió pensar, al mismo tiempo, en el agua y en la sed… en el frío y en el calor… en el león y en la serpiente… en la cabra y el dragón.
(Y la niña le sonrío).
No fue una sonrisa feliz, apenas una mueca cómplice, la que apareció pintada al carmín en el morro de la quimera, pero a Equidna Simón aquel guiño le iluminó la apariencia. La niña sobrevoló la escalera y abrió sus alas de murciélago …y desde allí, con los ojos del felino, pareció bendecirla para siempre.
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