(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)
cuatro a la tercera potencia
El talento no impide tener manías, pero las hace más originales.
Madame de Staël
Antón Simonelli era de los detallistas; de los de maña, rito, pompa e hiperofobias. Uno de esos quisquillosos obsesivos compulsivos adictos a la rutina de sus propias convicciones. Vestía siempre de blanco, le tenía miedo al amarillo, detestaba las corbatas, calzaba una especie de zuecos de algún material antialérgico y se abotonaba la camisa hasta el último ojal del cuello. Lo que más rápido le sacaba de quicio era el tema de las contaminaciones. No le estrechaba la mano a nadie (por aquello de los gérmenes), cosa que no le quitaba lo cortés —hay que decirlo— porque Antón Simonelli siempre fue un hombre cordial, educadísimo, que nunca dudó en saludar a nadie que le pasara por enfrente, con su obsequioso ceremonial de cabezadas y reverencias, copiado con mucho decoro de la etiqueta oriental: “Qué gusto me da verte Tomás Tadeo Triana Tello". Muy buenos días tenga usted doña María Elena Márquez Weber”, (el ritual exigía nombre completo y ambos apellidos).
Marcando el compás de su hábito, Antón Simonelli solía recorrer a diario todos y cada uno de los recintos de la empresa de medicamentos fundada por sus antepasados; y lo hacía no sólo para conocer de viva voz las nuevas fórmulas, sino también para actualizar su memoria interactiva a través de un riguroso ejercicio de correspondencias que habría podido durar hasta la eternidad, si no fuera por la presión de una serie de asuntos más domésticos que le tiraban hacia la intimidad de sus propios aposentos, ubicados por fortuna en el mismo edificio de la planta.
Al término de cada trimestre, justo en la víspera de los solsticios, Antón Simonelli se reunía en el vestíbulo con el total de la plantilla y les preguntaba a uno por uno, en orden: “¿Hay algo que a usted no le cuadre?” y cualquiera que fuese la respuesta siempre decía muy solemne: “Lo tendré en cuenta”. Y en cuenta se lo tenía, porque si había algo garantizado en el funcionamiento de este individuo, era que todo lo que le entraba a la cabeza se le convertía en números. Los números —repetía— suceden igual para todos.
Y ese “para todos” incluía a la única persona en el mundo capaz de cuadricularle el círculo a este hombre empecinado: Tomás Tadeo Triana Tello, gerente general y factótum de los Laboratorios Simonelli. Y no es que el señor de las cuatro T fuese también un maniático (aunque tuviera sus proclividades), sino debido a una conjunción de circunstancias —así insólitas como rutinarias— que le otorgaban un ascendente peculiar sobre Antón.
Tomás Tadeo Triana Tello era el depositario de una serie de responsabilidades devenidas de antiguas cuentas. De cuando a su viejo amigo y colega Antonio María Simonelli (padre de Antón) y fundador familiar de la empresa, lo habían encontrado muerto en la deflagración provocada por una explosión en las tinas caloríferas del laboratorio, dejando al hijo de nueve años huérfano, a la viuda loca y destinada al suicidio, y a él de tutor sin posibilidad moral de renuncia. Habían pasado los años que ya sumaban tres décadas, y su empeño agrandaba esfuerzos en todas las dimensiones. Había protegido a Antón de la exclusión y el desabrigo, mantenido incólume y fértil el patrimonio de la empresa, y aún seguía allí, ileso ante las adversidades, escurriéndole el bulto al destino y jurándose a sí mismo (por las cenizas de Antonio María) que el porvenir no está escrito, que no hay profecía que valga ni sueño que se le interponga.
(O eso quería creer).
Hombre reacio a los cambios, excepto los que él mismo introducía (y que últimamente no eran pocos), Tomás Tadeo habría querido que las cosas siguiesen siempre por su riel. Su temor a salirse de la línea no era fóbico sino profiláctico. Era tenido por un individuo práctico. Alguien a quien no le gustaba revolver el pasado propio y mucho menos que otros se lo revolvieran a él. La providencia no existía y el futuro era simplemente un mero objetivo plegable, susceptible al buen manejo y a la sana discreción. Y es que al fin de cuentas, todo era cuestión de equilibrio, de compensación, de no propiciar desbalances. Así que cuando Antón le contó que había ido a depositar un ramo de “flores amarillas” sobre la tumba de su padre, este hombre tan nivelado sintió que perdía el sentido.
Eso no está bien —se dijo— no concuerda.
Y es que entre sus múltiples fobias, Antón Simonelli padecía en grado extremo de miedo al color amarillo: xantofobia. Aquello solo podía significar una cosa: que el horizonte se había desnivelado. Y el sudor le empapó la frente.
Por eso fue que esa misma tarde —y para compensar el balance—, Tomás Tadeo Triana Tello hizo algo extraordinario: mandó a enmarcar ricamente un retrato pintado al óleo del difunto Antonio María Simonelli, lo colocó en la cabecera de su despacho, detrás del escritorio y, en lo que sigue, se lavó las manos.
¡Malditas flores amarillas...! que le sacaban las formas de quicio.
Lo dijo y no pudo desprenderse del recuerdo de aquel día: de la hora exacta en que Antonio María Simonelli le había contado en detalle un sueño extraordinario que a la sazón le afligía. Había soñado —y treinta años pasaban ya de ello— que una de las salas del laboratorio había cogido fuego tras una tremenda explosión, y que su pequeño hijo Antón (entonces de nueve años) aparecía en la escena moviéndose entre los frascos, tubos de ensayo, retortas, filtros de destilación... como si estuviera buscando algo, que al cabo se ve que encuentra: una redoma cristalina del tamaño de una pelota de fútbol, saturada de una especie de pasta viscosa de un puro color amarillo. Del cuello de este alambique cuelga una cinta roja con un medallón de plata que lleva inscrito:
“SEIS AL CUBO”
por un lado, y
“CUATRO A LA TERCERA POTENCIA”
por el otro.
El sueño termina cuando el chiquillo sale de la habitación en llamas, llevándose consigo el gran glóbulo de pulpa amarilla, no sin antes señalarle al padre dos misteriosas esquelas lapidarias. En la primera, y muy grandes, hay tres letras grabadas: “AMS” —que son las iniciales de Antonio María Simonelli—, mientras que la otra lápida lleva inscritas cuatro “T” en mayúsculas.
Un sueño solo se vuelve profético si la vigilia lo confirma, pero para horror y desgracia de los involucrados, eso fue lo que sucedió. Antonio María Simonelli murió víctima de un pavoroso incendio desatado tras la explosión de un inyector en uno de los laboratorios, cuando tenía precisamente 36 años.
(Seis al cubo es igual a treinta y seis).
No escapaba a Tomás Tadeo Triana Tello que habiéndose cumplido con rigor la primera parte del sueño, las perspectivas de que la fracción restante no se llegara a consumar, eran bastantes remotas. Su cara de la medalla traía grabada: 43. (Cuatro a la tercera potencia). Cuatro a la tercera potencia es igual a sesenta y cuatro, y sesenta y cuatro eran los años que él estaba por cumplir en breve.
Como químico que era, Tomás Tadeo conocía las maneras de combinar las cosas. Sabía dónde estaban los trucos para hacer que una receta diera más o menos de sí misma. En cuanto a las combinaciones que afectaban el destino humano (el suyo, por lo menos), el procedimiento no tenía por qué ser disparejo. En el fondo, todo era cuestión de saber manejar las proporciones. La clave de su supervivencia —estaba convencido— dependía de la conservación intacta de una cierta “fórmula de equilibrio”, que debía servirle de contrapeso frente a la profecía del sueño. De ahí que se hubiese asustado tanto cuando Antón le contó que había llevado flores amarillas a la tumba de su padre.
(Y es que ese elemento no entraba en la receta...)
***
Tomás Tadeo Triana Tello era un hombre fornido. Sin ser demasiado obeso, mostraba una anchura de hombros que le empaquetaba el pecho. La calvicie le había comido en óvalo varios centímetros de la coronilla, pero él procuraba nivelar el balance, con unos morrocotudos bigotes grises que le hacían parecer como un cruce entre un obús y una foca. Tímido, a pesar de la pinta, no era de esos que alegran al prójimo, y muchos menos a sus dependientes, pero tenía sus buenos gestos: amaba las plantas, a los animales y a Estrella —su mujer de toda la vida— y, aunque procuraba mantener la apariencia y no alterarse jamás ante testigos, cuando estaba irritado o nervioso, tenía que echarse a la calle, a tomar aire, a caminar.
El sol ocupaba la acera de aquel sábado de junio, cuando a Tomás Tadeo Triana Tello —que erraba buscando una sombra—, le dio por subir hasta el atrio de una vieja iglesia parroquial. Abrumado por el calor, traspasó la mampara del pórtico y se adentró hasta una de las banquetas, donde se arrellanó sin reserva. Fue entonces que lo escuchó:
“cuatro a la tercera potencia es sesenta y cuatro”
La imagen que así le habló medía apenas medio metro, tenía los ojos de vidrio, el cuerpo de yeso esmaltado, la cara brillante, vestía de blanco con un redondel amarillo, del tamaño de un pelota de fútbol, justo en el plexo solar y llevaba una orla alrededor de la cabeza que ponía con todas sus letras:
“San Antonio María Claret”
¡Antonio María! Se puso lívido, y si no saltó como un resorte ni salió pitando iglesia afuera, no fue porque no quisiera, sino porque se lo impidió su anatomía. Estaba muy asustado. Él podía jurar que aquella imagen le había hablado. Que había recibido una señal. ¿Pero una señal de quién... y por qué allí... en ese lugar? Si él ni siquiera era religioso y tampoco conocía a nadie cercano que lo fuera. El gesto se le anticipó reflejo y se santiguó más o menos. Antonio María …o quién fuera, le había echado una sentencia. Se le había lanzado un fatum que le emplazaba a punto fijo. Y compendió que la cosa no había hecho nada más que empezar.
Un par de días más tarde, mientras iba camino al trabajo, Tomás Tadeo Triana Tello, no pudo sino caer en la cuenta, de que el autobús que le iba cortando el paso, uno de esos “Diablos Rojos”, llevaba en la puerta de atrás un rótulo pintoreteado que decía:
Simón ♥ Ellisa
Todo se derrumbó
…pero él leyó:
“Simonelli S A
Tadeo se derrumbó”
Sintió que todas las vísceras se le subían a las amígdalas. Se quedó aplanado; y para colmo, ni siquiera podía rebasar el carril porque lo único que veía era el trasero del bus zigzagueando en la avenida. Volvió a pitar, se rascó el cuello y rugió... hasta que en algún momento del tranque y después de aventar soplidos, creyó recobrar el aliento e incluso se las tiró de gallito.
(Simonelli S A: Tadeo se derrumbó)
—¿Derrumbarme yo? ¿Yo? ¡Ja! ¡Vamos a ver quién se derrumba primero... diablo rojo de mierda!— Y pisando el acelerador sin miedo, Tomás Tadeo Triana Tello dio un saque de izquierda al timón en una maniobra de rebasamiento que le metió en una carrera invencible con el mismísimo ‘Simón ♥ Ellisa’ que lo mandó a una cuneta.
(Todo se derrumbó...)
Al llegar a su despacho, y bajo la sombra ornamentada del difunto Simonelli, no le quedó más remedio que considerar la experiencia con un poco más de objetividad. Las letras no eran más que letras —se dijo— nada más; pequeñas abstracciones conceptuales sin efecto profético. No había razón alguna para que unas letras pintadas en la puerta trasera de un diablo rojo se metieran con su futuro. Además, en el sueño de Antonio María no asomaban ni buses ni santos.
Se le ocurrió, con un toque de picardía, que una manera sencilla de averiguar hasta dónde podían estarlo engañando, era dejarse llevar por el primer sentimiento asociativo que se le venía a la cabeza. Pensaría en un antojo, por ejemplo: un pastel de marañón, guayaba y queso y probaría a ver si la maravillosa mezcolanza de olores subía por su nariz y aparecían en su paladar los sabores amargos, dulcísimos y ácidos revueltos. No sucedió. Sin embargo, guiado por una compulsión incontrolable, se encontró aquella misma tarde estacionando su auto frente a una pastelería desde donde se escapaba un olor que su olfato entrenado de químico identificó al instante como el pastel imaginario.
Cuando salió con la tarta en la mano, algo detuvo su atención. Dos señoras mayores le abordaron solicitándole una contribución para una obra de beneficencia. Tomás Tadeo se inmovilizó indeciso. Por un lado no tenía deseos de dar ni un céntimo a esa caridad ni a ninguna otra. Por otra parte, sentía el temor no por absurdo menos angustioso, de estar poniendo su vida en peligro si no hacía una contribución. Aquella sensación de pánico ante lo irracional era, por lo demás, lo que más hería su dignidad.
¿En qué me he convertido —se dijo— en un obsesivo compulsivo, en un irracional... en un Antón Simonelli?
Cuando vio que se sentía incapaz de contener la atracción que le arrastraba, hizo de tripas corazón y se dijo que no tenía nada de malo donar las monedas que tenía en el bolsillo si no eran demasiadas. No, no lo eran. Contó cincuenta y cinco céntimos y los echó en la alcancía. El pánico sólo se calmó cuando estuvo acostado en su cama fingiendo vagamente estar enfermo para no preocupar a Estrella.
Desde ese momento los pensamientos empezaron a materializarse casi todos los días, usualmente a las tres horas puntas: a las seis de la mañana, a las doce del día y a la seis de la tarde. Pensó contarle a Estrella lo que le estaba sucediendo. ¿Creería su mujer que estaba loco? No se animaba a hacerlo. Pero esa madrugada, mientras miraba el techo y oía cómo roncaba su mujer, la epifanía saltó.
(pasado mañana
será la última vez que cruzas
el puente centenario)
Ese puente Centenario, sobre el Canal de Panamá, era parte de su ruta diaria para ir venir del trabajo. Claro que podía evitarlo; pero eso significaba un desvío de varios kilómetros... ¿y todo por un tiquismiquis entre pecho y espalda? ¡Al diablo… era una locura! No iba a permitir que aquella absurda fantasía, que de pronto desbocaba su imaginación, dirigiese su vida. No había la más mínima evidencia de que estos pensamientos representaran algún tipo de realidad. Pero, por otra parte, ¿cómo podía estar seguro de que no eran reales?
Lo que sí podía probar —se le ocurrió— era justamente lo contrario: la irrealidad de los mismos. Si volvía a cruzar el puente Centenario y no moría, eso sería una prueba de que tales pensamientos no eran sino meras imágenes vacías. Pero si lo eran...
A las cuatro de la madrugada, Tomás Tadeo Triana Tello tomó la decisión de arriesgar su vida. Mejor morir por lo seguro que vivir atormentado de esa manera. Se vistió en la oscuridad, salió de la casa en puntillas y condujo sin acelerar más de la cuenta por la carretera vacía. Cuando el puente, con su enhiesta colgadura de arpas empezó a asomar las puntas a la vuelta de las curvas, sintió que se le atoraban las válvulas de los pulmones y que no podía respirar. Pero siguió adelante. Atravesó el canal interoceánico. Hizo tres kilómetros más por el carril en la ruta, y entonces giró y volvió a cruzarlo de vuelta para regresar a su casa. Lo había logrado. ¡Había probado que el supuesto pensamiento profético era falso! Una tontería, una ridiculez. Se puso a silbar. Cuando entró en su casa, ya rayando el sol, estaba eufórico. Se sentía bien por primera vez en tres semanas. Se había terminado su miedo.
Cinco días después, al volver a su casa por la tarde después de otro día de trabajo, pasó junto a una profunda excavación a un lado del camino, cerca de un rascacielos.
(vas a caer
en esta zanja,
antes de que la rellenen)
Al instante se rió de buena gana. ¿Otra vez la misma estupidez? ¿Acaso no había comprobado ya que los pensamientos proféticos no existen? Pero esa noche no pudo volver a dormir. Era cierto que había comprobado la falsedad del pensamiento sobre el puente Centenario, pero eso no significaba necesariamente que el pensamiento sobre la excavación tenía que ser falso. Tal vez éste fuera real. ¿Y si el pensamiento sobre el puente Centenario sólo hubiera servido para darle una falsa impresión de seguridad? ¿Y si realmente estaba destinado a caer en esa fosa?
Cuanto más lo pensaba, más ansioso se ponía. Le era imposible dormir. Tal vez si volvía al borde de la fosa se sentiría mejor, como le había sucedido al volver al puente. Pero la idea no tenía demasiado sentido, porque si bien podía ir hasta la fosa y volver a casa sin ningún percance, nada aseguraba que no podía caer en la fosa en otra ocasión, más adelante, como se lo habían pronosticado. Pero estaba tan ansioso que valía la pena probar.
Una vez más Tomás Tadeo se vistió en mitad de la noche y salió sigilosamente de la casa. Se sentía estúpido. Casi se sorprendió cuando, después de haber llegado a la Calzada de Amador, y luego de pasar junto a la fosa e iniciado el viaje de regreso, comenzó a sentirse mejor, muchísimo mejor. Recuperó la confianza. Sentía que nuevamente era dueño de su destino. En cuanto llegó a su casa se durmió. Durante unas horas estuvo tranquilo, hasta que lo confrontó:
“cuatro a la tercera potencia es igual a sesenta y cuatro”
Ese era el pensamiento central; el único que no se atrevía a entretener como ilusión. Quizás, pensó, todas esas ideas supuestamente proféticas que le habían estado atormentando, y que él había comprobado que eran ilusorias, cumplían un propósito mucho más estructurado dentro de la trama real de su destino inexorable. Ni siquiera quería pensar en ello, pues cuanto más lo rechazara más se haría realidad. Nunca pensó que llegaría el momento fatídico. Sesenta y cuatro años siempre le parecieron una lejanía. Pero ahora estaban a la vuelta de la esquina. Literalmente: la zanja seguía abierta allí mismo, al otro costado.
Día de por medio le volvían nuevos pensamientos sobre su muerte, casi siempre cuando iba o venía en tránsito por las carreteras. Cada suceso se convertía en sí mismo en un peligro ambulante (y nunca mejor dicho), pues comenzaba a hiperventilar y su ansiedad se disparaba. No pocas veces tenía la compulsión de volver al lugar donde se le había presentado la imagen mental y si lograba hacerlo, volvía a sentirse bien hasta el día siguiente, cuando se presentaba el nuevo pensamiento y recomenzaba el ciclo.
Tomás Tadeo Triana Tello optó por cortar por lo sano. Se dijo que lo mejor sería ponerse en manos de la única persona en el mundo que poseía las claves para conjurar aquel portento. ¿Quién si no Antón? Alguna respuesta le daría. Después de todo calcular probabilidades, atar cabos sueltos y sacar conclusiones era realmente lo suyo. Por lo demás, Antón Simonelli era parte congénita de aquel fatídico sueño que le maniataba el destino. Un tipo de mañas tomar, cierto, pero quién era él a esas alturas del cuento para juzgarle el comportamiento a nadie, ¿y menos a Antón?
***
Un profundo silencio aséptico circula en la cabina de cristal, aluminio y caucho en la que Antón Simonelli se ha retirado para hacer su siesta. Dos toldos en forma de dosel amortiguan la luz tropical del sol. Afuera, una bandada de pericos chillones alborotan los cables del tendido eléctrico y compiten con el ruido de la autopista. Antón Simonelli tendido en un diván no se duerme. Sin embargo sabe que está soñando. En el sueño, su padre, que se manifiesta sentado en un taburete en la mitad de un círculo de fuego, le muestra un pergamino que ha desenrollado encima de sus rodillas y que cuelga hasta el suelo. Con la ayuda de una espátula Antonio María Simonelli saca de la candela que arde en círculo, una redoma de cristal del tamaño de una pelota de fútbol, en la que bulle un líquido pastoso amarillo y se la entrega a su hijo.
Antón se levanta del diván, sale de la cabina y se sacude las pizcas de ceniza que han caído sobre los puños de sus mangas. Se refresca la cara y permanece inmóvil mirando su reflejo: un hombre joven que no flaquea en su tarea de conjurar (con maña, rito y pompa) el cumplimiento de lo ineludible . Aún así, hay algo de vacilación en el balanceo de sus brazos, en el quiebre de los hombros, después de que termina de abotonarse la camisa hasta el último ojal del cuello y le dice a lo que cree que es el fantasma de su padre:
—Nos alcanzó el tiempo papá: es el año, el mes, el día y la hora. Sólo quedan minutos y segundos. Después nada. ¿Debo hacerlo?
—A veces uno hace algo por los enemigos, hijo. Se les ayuda, incluso cuando se sabe que hay una sombra de traición colgada sobre sus hombros...
—A veces uno hace algo por los enemigos, dices, ¿y quién sabe eso mejor que tú?
— ¿Cuántas pruebas no te he dado ya? Todavía puedes hacer algo no por él ni por mí, sino por ti, hijo. La otra vez que soñaste conmigo no quisiste entrar en razón, no quisiste que te dijera nada de Tomás Tadeo Triana.
Ahora que está despierto la voz le resulta más lejana, menos acústica, pero con la misma autoridad que le persigue y le demanda. Antón Simonelli sale de sus aposentos y se encamina por el largo pasadizo tubular que cruza hasta el extremo opuesto del edificio. Antón no se despega jamás de su rutina. Evita pisar las junturas de las baldosas y no deja de saludar a todo aquel se va topando al paso con su ceremonial de reverencias y cabezadas. Piensa que dos meses atrás, el hombre que le espera sentado en la oscuridad todavía le parecía la prolongación en línea de su propio patrimonio regular. Ahora todo eso se está desfigurando ante la preponderancia de una conciencia, más antigua y profunda que la suya.
Antón Simonelli llegó a donde iba. Tocó la puerta una sola vez, pasó por su cuenta a la recepción, entró al despacho avanzando entre cabezadas y reverencias hasta el escritorio y acomodó el bulto redondo que venía cargando desde sus aposentos. Esperó a que el reloj marcará la hora exacta en que se cumplía el sexagésimo cuarto aniversario del nacimiento del gerente general de LABSIMSA y le quitó la capucha al bulto dejando expuesta, en todo su fulgor, la pasta amarilla que burbujeaba como un sol en el interior de la redoma de cristal. Acto seguido, tomó el medallón que ponía “tres al cubo”, por un lado y “cuatro a la tercera potencia” por el otro, y se lo colocó, con delicadeza, al cumpleañero en el pecho. Luego, miró a ver si en los ojos del retrato de su padre (que estaba colgado en la pared), había alguna señal desfavorable que pudiera comprometerle, pero no encontró ninguna, cosa que le tranquilizó.
Sin embargo, y creyendo que era mejor darle un poco más de tiempo al tiempo, decidió ponerse a contar los números primos que hay en la secuencia de Fibonacci, empezando con el 233, y cuando llegó al 1597 (son menos de lo que parecen), ya sabía lo que tenía que hacer. Así pues, lo primero que hizo fue encapuchar de nuevo la redoma de cristal con la pasta amarilla. Inmediatamente, se fue a buscar el interruptor de las cinco lucecitas reflectoras que alumbraban el retrato de Antonio María Simonelli, y las apagó. Por último —y esto fue lo más notable— decidió olvidarse por un instante de sus fobias y aversiones, y le dio un beso en la frente al hombre muerto.
Crea tu propia página web con Webador