(Del libro de cuentos: Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá. 2016)

la noche de aurora reina

Aborrecemos en la noche lo que amamos por la mañana.

Octavio Paz

 

 

La noche es un mandamiento que tiene su propia regla, su insomnio, sus compromisos, incluso su percusión; pero en un país como éste en el que la lluvia no cesa, y donde el calor que enrarece los insectos tiende a mezclar los sonidos, es fácil pasar por alto las veces que canta un grillo. Y es una lástima, porque como le sucedió a Aurora Reina —la protagonista de este cuento— de pronto un simple grillo te puede salvar la escena.

Eran las siete menos cuarto cuando el balcón quedó en tinieblas. Aurora Reina cerró la revista, examinó su reloj de pulsera, y azorada por la brusquedad con la que la oscuridad se había tragado el día, reconoció que esa bonita frase “el largo crepúsculo tropical” (con la que ella misma había dado estampa a una de sus infografías), no era más que un disparate —por no decir un oxímoron— pues en el trópico el sol no declina: cae... como un telón sobre el proscenio.

Se levantó de la tumbona, agachándose para recoger algunos papeles que el viento había desparramado por el suelo.  Apenas si se podía interpretar el contorno de las buganvillas, pero ya la ciudad —balcón abajo— relucía con mil contrastes propiciando sus reflejos.  La noche estaba oscura, calurosa y muy húmeda; la trilogía predilecta de esos ruidosos saltamontes, que ya parecían afinarse para empezar a liar su orquesta.

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...

¿De dónde demonios venían esos atronadores insectos?  El misterio era fascinante, pues por encima de su apartamento, sólo había un mirador sin techo que le daba la vuelta al edificio; y más abajo, la enorme mole (casi circular) estructuraba en su diseño una veintena de pisos que se repartían verticalmente en unas cuarenta viviendas; cada cual con su terracita, su balcón, sus maceteros, sus potes de veraneras y sus canastas de helechos.  Nada como vivir encaramada en las alturas —se dijo— mientras la vista se le resbalaba sobre las luminarias de la bahía: desde las torres de concha nácar de la península del casco viejo, hasta la boca ennegrecida del canal interoceánico, pasando por la fosforescencia del malecón hacia Paitilla, donde crecen y se reproducen los pelícanos, las barcazas, los gallotes, las palmeras, los gigantes petroleros y los andamiajes que centrifugan las marismas, los manglares y las entidades bancarias que se descuelgan tierra adentro por la ruta de los rascacielos, el cerro Ancón (la bandera), la avenida de los Poetas, las superficies comerciales, lo que quedó del Chorrillo, el verde de los matorrales y esos pericos chillones que sobrevuelan en bandadas las barriadas periféricas, con sus patios de vecindad que se inundan con los aguaceros.

Aurora Reina apoyó medio cuerpo sobre la barandilla del balcón, y absorbió a bocanadas el viento. Quería sentir en el rostro el bisbiseo de aquel céfiro, y terminó convenciéndose de que había en la noche —en aquella noche espléndida— una caprichosa conformidad estética imposible de hallar en el día. Ráfaga tras ráfaga, el paladar se le se deleitaba como con un vapor salino que traspasaba la negrura, e imaginó que ese aire fresco, que la estaba tocando sin respeto, la ayudaría de alguna manera a sublimar sus aflicciones. A pocos pasos de la baranda, un grillo se desató a cantar con gran estrépito. 

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... 

Giró rápidamente la cabeza y fue agachando el cuerpo. No supo de dónde salía el chirrido, ni alcanzó a ver el insecto. A su alrededor, las buganvillas se agitaban sacudidas por el viento. La noche estaba fresca, un poco más que de costumbre, acaso por la lluvia que se había desbordado todo el día.  Mirando la línea del mar que aún se extendía en el horizonte, recordó que esa misma mañana había vuelto a ver a Miguel —en el garaje— cuando salía del ascensor.  La saludó sin mirarla; incluso le dijo: “Hola Aurora”, y ella se limitó a alzar la mano, apurando el paso hasta su vehículo antes de que apareciera la otra.  Francamente no creía que había llegado la hora de enterrar el hacha.  “Yo no soy un interruptor que se enciende y se apaga de un clic”, razonó echándole la cuenta a los tres meses transcurridos, desde que sintió que, bajo los pies, la tierra se abría y se la tragaba. Es verdad que, día con día, una Aurora sobreimpuesta (y hecha de tripas corazón) conseguía camuflar los gestos bajo una apariencia lapidaria. Pero la noche era otra cosa, y para rematar era viernes, y los fines de semana, ya se sabe, los demonios no descansan.  

Y es que como manda la regla, ella fue la última en enterarse del affaire de su pareja. Cuando por fin lo “descubrió” (y de la manera más desagradable), el asunto había adquirido ya su propio movimiento, y corría como candelilla por todos los mentideros.  Miguel se había echado de amante a una tal Sabrina Lagos, que para acabar de rematar resultó ser (¡oh destino!) la pelirroja del 19-C. O sea, que la susodicha era encima su vecina… y vivía justo en el piso de abajo. 

Esa noche, sin embargo —y a pesar del desencuentro matutino— Aurora Reina se las arregló para pedirle al Universo que no la dejara seguir cayendo en la tentación de los reproches. Cierto que aún quedaban por resolver algunas causas y cuestiones; pero comprendía que se aproximaba la hora de aparcar la mala leche y dejar correr el viento… lo que no implicaba, sin embargo, “olvidar” o “perdonar”; verbos estos que aún le parecían muy difíciles de conjugar.  Y mucho más con el chirrido que otra vez asaltaba la oscuridad…

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...

Una inmensa oquedad plateada encerraba en su cuenco el mar hasta la raya del horizonte.  La noche se le venía encima como una sábana de luciérnagas, abrillantando los reflejos de los otros rascacielos. Sobre una mesita esquinera había montones de papeles con imágenes e infografías. No quería caerle al trabajo, pero las horas se le hacían largas, así es que se atrevió a echarle una ojeada a algunas de las maquetas que estaba diseñando.

Todo parecía estar moviéndose a su alrededor a un ritmo lerdo: el mar sin provocar las olas, las luna acolchonando el vértigo…  Y la noche —aquella noche oscura que se le había antojado propia— le estaba proponiendo cambiar de contraseñas: romper el molde estrecho, dejarse arrastrar  por nubes, planetas y asteroides… ¡y brillar como un cometa expandido en lo celeste!

 Una estrella que atravesó la bóveda se hundió en el océano Pacífico, y derivó en una repentina ilación de incongruencias: “Allá vas, Aurora Reina: derrapando como un bólido hasta el profundidad del gran misterio…” Y mientras sentía que la cabeza se le iba llenando de nébulas, de galaxias y de imágenes telescópicas tan antiguas y distantes, que habrían estallado hace siglos y aún seguían reverbe­rando por aquel universo en expansión, estaba ya por preguntarse cuántas estrellas fugaces estarían en ese instante revoloteando allá en sus piélagos, cuando otra vez el grillo la devolvió al planeta tierra.

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... 

—Bichos del carajo… ¡A callar, malditos!

Fue entonces que sintió en el cuello la bofetada del calor. Los helechos no se movían. Las veraneras tampoco. A su alrededor crecía una especie de fogaje estacionario, y un rarísimo bochorno se instaló como una manta. Hacía calor, sí: muchísimo calor. Era como si de golpe se hubiera frenado todo el viento.

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... 

—No puedes ser...  ¿Otra vez?

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic...

—¡Aghhhh! —Gritó con rabia, y justo entonces se dio cuenta: los malditos grillos cantores no solo estaban en su terraza, sino también adentro: en el salón. Y estaba ya por voltear patas arriba los muebles, cuando ¡puf! ...todas las luces de la casa se apagaron a su alrededor.

— ¡Lo que faltaba! 

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... 

A tientas fue la cocina e intentó revisar los fusibles. Desconectó y volvió a conectar los aparejos eléctricos.  Afuera, la ciudad se veía iluminada como feria, y se percató que de los pisos vecinos también salía resplandor. Tenía que encontrar algún chisme que produjera algo de luz: una linterna, velas, fósforos. ¿Pero dónde... adónde estaban?  ¿Y los teléfonos...? El fijo, muerto. El móvil sin batería. Y desde el fondo de la oscuridad, el chirriar redoblaba fuerzas.

Aurora Reina se recogió la melena y se quitó los zapatos. El grillar seguía en lo suyo y cada vez hacía más calor. Cierto que el aire acondicionado se había apagado, pero las puertas de vidrio de la terraza estaban abiertas de par en par, y no era normal —a esas alturas del edificio— sentir semejante fogaje.

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh.. criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic...

Una curiosidad cruzó su cabeza y le dio algo en qué pensar. Recordó que su padre —entomólogo aficionado— solía decir que el chirriar de los grillos (producido por la fricción de sus alas) era un infalible registrador térmico; y que si alguien quería conocer la temperatura sin tener a mano un termómetro, bastaba con ponerse a contar los chirridos que emitía el insecto durante ocho segundos y sumarle cinco a la cifra obtenida. Cuanto más calor hacía, más rápido cantaría el grillo.    

criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh...

—cuatro, cinco... nueve.. diez...doce...catorce....

Contó hasta quince, llegó a veinte... abrió la puerta y se echó por las escaleras hasta llegar al siguiente rellano. A la izquierda, justo debajo del suyo, estaba el piso de la tal Sabrina. (¿Y si estaba allí Miguel?)

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...    

Cuatro y cinco: nueve... quince y cinco: veinte...

Contó sin parar en voz alta, y esta vez midiendo el tiempo; porque cuanto mayor es la temperatura, mayor es la velocidad de onda, y si su padre tenía razón esos grillos estaban chirriando cada vez con más presteza...  treinta... cuarenta... cincuenta... sesenta y cinco... setenta. No había duda: sí, era un incendio.

—Buenas noches… ¿Hay alguien allí? Es una emergencia. Hay un incendio… Tienen que salir…  ¿Hay alguien en casa? ¿Sabrina?

(¿Miguel?)

Puso una mano en la puerta, escuchó el chirriar de otros grillos que le llegaba de adentro, pulsó el timbre, tocó con los nudillos...

—¡Hay que salir: es un fuego!

criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh...  criiichh...  criiic... criiichh... criiic...  criiichh... criiic... criiichh... 

Giró hacia las escaleras y fue descendiendo entre pisos, hasta dar con la única vecina que se molestó en abrir la puerta. Pasaba ya de la medianoche y pensándolo bien no era raro; más aún teniendo en cuenta que la llamada venía del pasillo y no del portal del inmueble.   

La madrugada se impuso entre alarmas y despliegue de mangueras. Desde la acera de enfrente, Aurora Reina observó la pared de ladrillos donde un zurcido de yedra subía por los barandales. Miró más arriba, hacia el cielo, y aunque por la altura del edificio le era imposible alcanzar su apartamento a simple vista, sí que vio cómo la escarcha del humo había teñido de negro los balcones y las ventanas.    

Supo entonces que el incendio había afectado únicamente el apartamento 19-C;  y aunque aquella vivienda —dijeron— estaba por suerte vacía… ni Sabrina ni Miguel volvieron jamás a aparecer.

 

 

 

Crea tu propia página web con Webador