(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)

bálsamo de pantera

La vida es como el boxeo en muchos e incómodos sentidos.

Joyce Carol Oates

 

 

Supongo que debí decírtelo de otra manera Charlie, tú perdona… pero se me complicó el momento, ya lo sabes, me fallaron las piernas, se me acabó el aliento y cuando intenté esquivar el golpe: ¡pum! eso fue todo, quedé en la lona hecho una ameba. 

Lo que vino después ¿qué quieres que te diga? …tú estabas ahí, tú lo viste; sólo que para mí la cosa no fue siquiera como tú te lo imaginas. Y es que al final, tú no sabes nada, Charlie. Nada. Para empezar no hubo síncope, ni pérdida de la conciencia, ni palitroques, ni pitos ni flautas sino un choque anafiláctico. ¿Sabes cómo se deletrea esa palabra? ...yo tampoco la había oído, pero cuando me di cuenta ya no me sentía el pellejo, la lengua me pesaba y solo veía el vaivén de las luces meciéndose en el techo.

Y te lo digo en serio: lamento sinceramente que no hubiese habido entre nosotros una conversación como Dios manda sobre un asunto esencial para el negocio. Yo también tendía que haberte contado algo importantísimo Charlie, relacionado con Alcibíades. A que no tienes idea qué... La confianza que existía entre nosotros nunca se basó en el respeto, no nos engañemos, sino el la pura conveniencia. Y a pesar de eso: tú y yo, en el fondo, bien que nos comprendíamos; sí, sí… teníamos química; nos traspasábamos las ideas en banda y casi sin decir ni pío; hablábamos por señas, ¿te acuerdas? yo alzaba un hombro, tú estirabas el cuello, el dedo del medio, un golpe de cejas… ¡ecolecuá! …por eso fue que supuse que me lo captarías al vuelo, que en el peor de los casos siempre habría tiempo antes de la pelea; y pasó lo que pasó… ¿cómo más quieres que te lo explique, Charlie? Es que ya yo te había dicho que no me confiaba de Alcibíades. Pero luego, como te digo, se me fue achicando el tiempo y cuando volví a acordar ya era un fiambre en una camilla metálica, con un par de guantes de caucho palpándome las costillas, echándome agua con una esponja amarilla y manoseándome entre las nalgas sin el menor respeto.

Al principio fue atroz, Charlie, ni te lo imaginas; pero ahora todo ha caído ya y por suerte en en su lugar, en mi cabeza se ha estado activando un remolino de fuerzas, que si bien algo tendrá que ver con aquel fatal acontecimiento, debe traer también, por su cuenta, méritos para asombrar a todos... y a ti el primero, Charlie… sí, sí. Ya me comprenderás. Déjame contarte… ahora escucha.  

En el borde del suceso, las paredes empezaron a alejarse arrastrando en tren todo lo que me pasaba, rapidísimamente, entre la nuca y los párpados: el bálsamo de pantera, un turbante de toallas azules, un cuadrilátero acordonado de plástico, los apostadores, los apoderados, los adversarios, los contendientes y los payasos buscando pelea; un entrevistador del noticiero, el comentarista y la muchachita de moda, el fantasma de los guantes rojos y los resplandores de la escena; y la gente, la gente, la gente con el teléfono móvil pegado al pabellón de la oreja; la gente moviendo los pies sin salir de su agujero, dando cortos pasos hacia los lados y retirándose al mismo tiempo; gente a la desbandada como en un baratillo de saldos, empujando mi cuerpo por delante, por detrás, contra la oscuridad, como un bastón de ciego extendido hacia el vacío y contra la lividez de ese otro cuerpo que me apretujaba y me hacía resbalar sobre el sumidero de loza, recostándome una y otra vez contra las cuerdas, un maldito aprovechador, Charlie, sacándole tajada  al viento.

Pero en fin, Charlie ¿recuerdas lo último que te dije? Que volvieras a tu habitación y que te recostaras un rato. No debiste quedarte allí ni un minuto más, con Alcibíades dando vueltas y el otro sacando pecho y puyándome las costillas con su bálsamo de pantera. Yo pensaba explicártelo todo… contártelo entero y sin falta, pero me ya no me dio tiempo, Charlie, lo siento. Así no era como tenían que haber sucedido las cosas. Este no era plan. ¡No, no, no! Pero qué quieres que te diga, ahora… todo sucedió tan rápido… yo estaba cansado, furioso, excitado, loco. Cierto que había perdido buena parte del control; pero verdad, también, que tú debiste interpretarlo... pero, no: se te fue la onda y miraste para otro lado, mientras le decías a los segundas que me untaran más cera en el cuello y las ojeras.

Entonces fue que Alcibíades te gritó. ¿Te acuerdas? Se llevó la mano al hígado y me señaló y tú mismo me viste respirando con dificultad. Johnson andaba a tientas, parecía un perrito sin dueño correteándose su propia cola, y es que cuando creía que yo avanzaba en realidad él retrocedía y yo seguía mareando al toro. Ese asalto había empezado a desbordarse, Charlie; estábamos a punto de hacer una barrabasada, de perderlo todo; así que tú tomaste cartas en el asunto, y ya era hora, fuiste a hablar con la esquina, el segunda abrió la toalla y sacó el bálsamo de pantera y me llenó los poros de energía, y empezó el round y yo salté y pum, pum, pum… tácata: le pegué y le pegué y reculé y abrí la boca, y todo comenzó a apresurarse con un impulso que me desmandaba, pero como si fuera para atrás; como en una película al revés.

Ese gancho de izquierda del cuarto fue el que me jodió. Yo lo vi venir pero me alelé, y allí fue cuando caí en la cuenta que todo estaba hecho: decidido. Pero tú no podías dejar que yo tirara la toalla, Charlie. Sigue, sigue, sigue… me dijiste. Había que seguir sin detenerse. El bálsamo de pantera me irritaba la garganta, volví a pegarme otra vez a la cuerda, y Johnson encima y encima… y yo dale que te dale y vuelve y pega. A la cuenta de seis comienzo otra vez a dar señales de vida; y yo no sé si tú notaste aquel destello multicolor que chisporroteaba en la otra esquina y que no me dejaba medir las distancias… pero ahí mismo fue que sonó la campana.

Me volviste a encerar la nariz y la frente con tu cebo de pantera, y eso me aceleró la hinchazón y me trancó la garganta y sentía que me asfixiaba de la picazón y empecé a tragar sangre, y es entonces cuando intuyo que las cosas se me escapan: que ya no habrá manera de parar el cuento ni mucho menos de darme la vuelta y descolgarme de esta ganzúa que me levanta sobre la mesa metálica, porque cuando estás cabeza abajo todo se desintegra tus pies.

 "Charlie no lo sabe; no sabe lo de Alcibíades ", me decías cabeza abajo. Y yo en mi esquina intentando ver a donde diablos se había metido Alcibíades, porque tenía la cara como una mazorca y apenas si podía distinguir entre el sabor de la sangre, el sudor y el agua jabonosa que resbala en corrientes por mi cuerpo. Más atrás de los párpados aún puedo ver las cosas. Las sillas están patas arriba, las toallas desafiando la gravedad y la idea de sentirme al revés me hace pensar en un abrigo volteado por las mangas que se cuelga en un armario como una res en matadero.

Así me figuraba yo las cosas: como una res despellejada oliendo a bálsamo de pantera, como un murciélago durmiendo la borrachera de sangre, ajeno a todos los murmullos de la hora y a todas las direcciones: arriba y abajo, afuera y adentro, muy lejos, más cerca; Charlie: tu allí, yo aquí, y el resto del mundo en sus pellejos, esperando que les toque el turno que le llegue la hora para poder saber por fin qué diablos es lo que les toca.

Han terminado de lavarme, Charlie. Ahora me secan. Me bajan de la ganzúa y me envuelven como un fardo en una sába­na verde. Han encendido la televisión. Segundo asalto. Ortega coge aliento. Suena el séptimo. Otro campanazo y me acomodan en una camilla con ruedas. Abren las cortinas, encienden las luces, me están componiendo para la foto, levantándome la cabeza, girándome la barbilla a la derecha, a la izquierda... y flash, flash  ahora sobre el pecho abierto, los muslos: flash otra vez, y tres o cuatro encuadres más por la espalda antes de que cierren las cortinas y me conduzcan a otra parte.

Viajo por un pasillo que no termina nunca. La transmisión sigue puesta, escucho: “último asalto” y el campanazo me hace suponer que estarás justo ahora mismo, en este preciso instante, Charlie, preparando tu equipaje en el hotel: el dinero, las tarjetas de crédito, el pasaporte, diciéndote frente al espejo que mejor imposible que todo salió a pedir de boca.

Tranquilo, Charlie: despacito. Así mismo sí… así…  no hay por qué ir a la carrera. Ya todo está quedando bajo control. (Mi control…) ¿Te das cuenta? No, verdad… pero no importa. No te preocupes, no hay ya nada de qué preocuparse. En lo que sigue, todo corre por mi cuenta. Yo me encargo. Y es que aparte de mí, Charlie, nadie más que tú mismo sabe nada. ¿Recuerdas?

Listo. Ya está, mi hermano: se nos llegó el momento. Ahora cerciórate de que nadie —absolutamente nadie— te vaya a seguir el rumbo cuando empieces a bajar por esas escaleras. Y recuerda: no puedes dejar pistas ni cabos sueltos. Muy bien: ahora levántate. Pásate las manos por la calva y endereza bien el cuerpo. Lávate las manos y tira las colillas en el inodoro. Apaga el televisor: ya se acabó la pelea. Nadie excepto nosotros dos conoce la trama. Ni siquiera Alcibíades estaba enterado de lo del bálsamo de pantera… pero tú sí Charlie. Tú sí que lo sabías. Sabías que ese cebo me provocaría una reacción alérgica: un shock ana-fi-lác-tico. ¿Te acuerdas cómo se deletrea...?

Yo te advertí sobre Alcibíades y no me hiciste ni puñetero caso, me miraste con ojos de vete a hacer las tareas. Pero el chiquillo fuiste tú Charlie. Y sigues siéndolo. Me acabas de ver y metes un alarido espeluznante como si no fuera contigo la cosa. ¿Es que no saludas a tu socio? ¿Porque todavía somos socios, cierto? Tú y yo teníamos un pacto; una empresa común Charlie. Por eso empecé diciéndote que no vi­ne por venganza.. que vine por lo del negocio. Que en realidad vine a prevenirte... sí, sí: a prevenirte… ¿pero cómo diablos me iba yo a imaginar que un hombre como tú se iría a morir del miedo?