(Del libro de cuentos. Vértigo de malabares, 2017. Premio Nacional de Literatura de Panamá, 2017)
la suerte de ulises
Nunca se lo cuestionó, todo parecía predestinado. Lo que debía ocurrir sucedería como por un mecanismo de inercia, y todos sus movimientos —los suyos y aún los ajenos— se irían desencadenando igual que un juguete autómata: uno de esos artilugios hechos de curvas y hélices, en los que una bolita rebota en el trampolín de una rampa y salta empujando un resorte que hace girar las poleas, para que él, Ulises Dávila, pueda así ganar su apuesta.
Media hora de ruleta y dados era todo lo que precisaba para desbancar cualquier casino, y con muchos menos giros podía dejar sin blanca a una maquinita tragaperras. Ganaba también a las cartas y en otros juegos de sobremesa, y no había quien le redujera en los bingos, las loterías y hasta en las tómbolas. Pero he aquí que Ulises Dávila no era ni rico ni famoso. Tampoco ejercía poder, no ostentaba autoridad alguna y a la felicidad no la conocía. La dichosa buena suerte… aquella suerte impasible, era seguramente un mirlo blanco, y en lo que a él le había tocado, pesaba más como rémora que como supuesto don.
Ulises Dávila no aparentaba tener ninguna edad. Podían darle veinticinco, cincuenta, o los treinta y siete que en realidad tenía. Quizás por esa indiferencia consecuente a su rutina, su rostro, como buen tahúr, no cambiaba jamás de expresión; pero tampoco encontraba ninguna similitud con las estereotipadas cataduras de los jugadores profesionales. Proyectaba incluso a ratos, cierta obstinada irregularidad de la fealdad elegante, cercana a la de un actor de cine mudo, o a un personaje de historietas dibujado a tinta china, pero nunca nada que ver con esa típica caradura irreverente, tan propia de los que se creen con la fortuna en la boca. Y eso que, en su caso, semejante imagen era indisputable.
Había llegado a aquella ciudad con un plan establecido. Pasó todas las horas diurnas recluido en su acomodada habitación de cinco estrellas, y a las diez de la noche en punto, vestido de esmoquin, bajó al vestíbulo, salió a la calle, caminó un par de cuadras hasta el gran casino que bordeaba la bahía y, una vez en la sala de juegos, se acomodó en una poltrona de cuero desde donde se dedicó simplemente a mirar, mientras iba regando sobre un macetero todas las rondas de champán que le servían.
A la medianoche lo vio. Él ya sabía su nombre: Rufus Sobek, y también su ocupación: marchante de arte y antigüedades, que durante el día se dedicaba a negociar contenedores enteros de valor revuelto que traía de todos los puertos y que, noche tras noche, puntual, aterrizaba en aquel casino donde perdía rigurosamente tres cuartas partes de lo que lograba ganarse por el día. La última de sus esposas se había quedado con su casa, por lo que llevaba un tiempo viviendo en aquel bonito hotel de cinco estrellas, en el que también hacía mansión su perseguidor.
Era él. No tenía dudas. Ese hombre era Rufus Sobek. Y Rufus Sobek era su progenitor. Su instinto se lo decía. Enseguida decidió que tomaría contacto a la siguiente noche, cosa que no sería problema, amparándose en su buena suerte, el destino se lo permitiría.
Obligado estaba ir de una lugar a otro. Cuando la suerte le arrumbaba demasiado el bulto (y las casas lúdicas le cerraban sus puertas) tenía que cambiar de sitio. Pero esa no era la razón por la que encontraba allí en aquel momento: en esa pequeña ciudad-casino que apenas conocía. La ciudad donde había deducido que vivía la única persona en el mundo por quien sentía algo de curiosidad: el hombre que su madre decía que era su padre.
Cuando llegó el momento, no se precipitó. Ulises Dávila lo dejó estar. Lo vio apostar a locas y a tientas y perder como un idiota todos los números de la ruleta, y al cabo se le acercó: le invitó a una copa, le habló de arte y antigüedades y salió con él a la calle, dispuestos a cerrar la noche; pero he aquí que apenas habían dado un par de pasos en la acera, cuando Rufus Sobek, exultante, materializó un billete de cien dólares (en lugar del paquete de cigarrillos que buscaba en sus bolsillos) y exclamó en maravilla total:
—¡Pero bueno! ¿Esto qué es? Un dinerito virgen salido de mi bolsillo.. eso merece una jugada, amigo. Ven, vamos. — Le dijo a Ulises Dávila (quien ya le llevaba la delantera) y ambos regresaron a la mesa de apuestas de la ruleta.
—Excelente. Ahora dime un número... rápido —indicó, soplando la ficha en el cuenco de las manos y mirando a Ulises Dávila.
—Ponlo donde quieras. —Le contestó apático éste.
—No, no —insistió Rufus Sobek —Dime en qué número te parece que debo poner la ficha.
Y Ulises Dávila le dijo:
—En el trece rojo.
—No me jodas —le chilló—, dime un número de suerte… un numerito sin gafe. ¡Pronto!
—El trece rojo —repitió Ulises Dávila—– ponlo en el trece rojo.
Rufus Sobek plantó la ficha en la casilla roja sobre el número trece de la mesa. Se frotó una mano contra la otra y le hizo un guiño a su acompañante. Un minuto después sonó la voz heráldica del croupier:
—¡Trece rojo!
Ulises Dávila se acomodó la pajarita al cuello, mientras miraba las manos de Rufus Sobek tenderse hacia las fichas que se acumulaban junto a su puesto. El marchante de arte y antigüedades estaba maravillado y el cuerpo no le cabía de contento en el pellejo. Volteó la cara hacia su acompañante, quien se había hecho un sitio a su lado, y le dijo con voz nerviosa:
—¿Y ahora... qué me dices, amigo de la buena suerte? ¿Dónde pongo estas fichas?
—Déjalas todas en el trece negro
—¿Pero… estás loco…? —Le espetó el otro de un respingo. Pero Ulises Dávila le contestó autoritario:
— ¡He dicho que las pongas sobre el trece negro!
Y como un perrito fiel, el hombre mayor bajó el lomo sobre el fieltro aceitunado de la mesa redonda, e hizo lo que el otro le ordenaba a su vera: clavó una mirada de pánico en la ruleta que se arrancó a dar vueltas y empezó a tragar en seco, conforme los giros se iban haciendo cada vez más lentos, hasta que la rueca detuvo su revolución y el croupier, impávido, dijo:
—¡Trece negro!
Varios gritos, ahogados de sorpresa, saltaron a la vez de muchas bocas. El croupier, entrenado para no delatar asombros, hizo justo lo que tenía que hacer y le empujó a Rufus Sobek el montón de fichas con la pérgola.
— ¿Y ahora... y ahora…? —Preguntó Rufus a su acompañante con una voz de espectro.
—Ahora —le respondió Ulises con verbo de plana mayor— ¡nos vamos!
Y se fueron. El marchante de arte y antigüedades estaba en tal modo embobado, que la admiración (y espanto) ante su nuevo amigo le impedía decir palabra. Se repartió el dinero ganado en todos los bolsillos y, sin poderse contener se acercó a Ulises Dávila y le dio un abrazo. Caminaron juntos hasta el hotel pero no se dijeron nada.
Al día siguiente, Ulises Dávila ya no pensaba en la noche anterior pero sí en aquel hombre, y se dedicó con todo esmero a perfilar un plan, que para eso había venido. Por la noche, y como era de esperar, Rufus Sobek le tocó la puerta de la habitación para proponerle, con mal resuelta indiferencia:
— ¿Te apetece ir al casino?
—Sigue tú por delante que yo te encuentro allá. Tengo que terminar algunas cosas primero.
Cuando Ulises Dávila apareció, horas después, en la casa de juego, se encontró a Rufus Sobek arrellanado en una gran poltrona mirándose la punta de los zapatos negros. Le dijo sin levantar la mirada:
—No he tenido suerte, amigo; y sólo me quedan estas fichas. ¿Por qué no vamos a la mesa y me dices los números?
—Apuesta al veintiuno negro.
Salió el veintiuno negro.
—¿Y ahora?
—Apuesta al quince rojo.
Salió el quince rojo.
— ¿Y ahora?
—Apuesta al treinta y nueve negro.
—¡Ese número no existe en la ruleta! ...No jodas. ¿Dónde pongo la ficha?
—No sé. Te toca. Haz lo que te dé la gana.
Fue la respuesta cortante de un Ulises Dávila impertérrito, toda vez que ya le había dado la espalda a Rufus e iba camino a sentarse en una de las poltronas del bar.
Pero el otro ya se le había puesto delante, angustiado y muy inquieto:
— ¿Quieres decir que debo suspender, por un rato, el juego… eh? ¿Es eso?
Ulises Dávila no le contestó, como no se espera que le conteste al paciente un médico que está observando el termómetro, o al deudor un usurero que está contando el dinero prestado. Se entretuvo jugando con las volutas de humo, para así evitar confrontar su mirada. Al término del pitillo, lo acometió de pronto:
—En resumen, ¿qué haces aquí? Ve a gastarte tu dinero... anda, corre.
—Voy. Ya voy. Vengo solo a pedirte que me des una pista... solo una más. La última.
La dependencia lo había vuelto tan sumiso, que Ulises Dávila se puso a reír sin disimulos. Se tomó el tiempo que le dio la gana, pidió otra cerveza, degustó los abrebocas y, moviendo de un lado a otro la cabeza, le señaló por fin:
—Al dos negro: apúrate…
Y Rufus Sobek saltó hasta llegar a la mesa de una de las ruletas. Se abrió paso entre los jugadores y apostó al dos negro. A pocos metros de distancia, Ulises Dávila escuchó el traqueteo de la rueda, luego un silencio expectante y la voz del croupier: “el dos negro”.
—¿Y ahora? ¿Qué hago ahora, amigo… dime?
—Ahora nos vamos; y mañana volvemos y hacemos un pacto: tú yo.
Y así lo hicieron. El pacto consistía en lo siguiente: Rufus Sobek se comprometía a jugar todas las noches. Ulises Dávila le dictaría los números una noche sí y otra no. Los domingos partirían tanto las ganancias como las pérdidas.
A Rufus Sobek le pareció el negocio del año, del siglo... ¡de la historia! Se haría billonario a costa de aquel muchachito suertudo que se había encontrado en buena hora. ¿De dónde había salido? ¿Por qué no hacía las apuestas él mismo, si tenía tanta suerte? En fin, y como a caballo regalado, etcétera… qué más daba una cosa que otra; lo que tocaba era sacarle el mejor provecho… y a jugar, que para luego es tarde.
Y así anduvo el negocio “del siglo” durante más o menos tres semanas. Noche de por medio aquel diábolo de la suerte le sugería los números, Rufus Sobek volvía a ganar, al día siguiente lo perdía… y el proceso continuaba, dando la vuelta a sus símbolos. Ulises Dávila no fallaba: apretaba un instante los ojos, abría la boca, el otro tendía la oreja y escuchaba claramente el número. Después de siete u ocho jugadas, el marchante sabía que la voz del “diantre” no le diría nada más. Entonces recogían sus bártulos y se iban.
Ya se ha entrevisto que el dinero ni le quitaba ni le ponía absolutamente nada Ulises Dávila. Y sin embargo, por mil razones oblícuas, aquel negocio le encantaba. No era que el hombre le estuviera ganando el cariño. Nada más lejos —se dijo— sino que estaba otra vez sintiendo esa misma quemazón por dentro que no había vuelto a experimentar desde que aquel rayo asesino se descolgara de una nube y acabara con la vida de su madre mientras ambos hablaban por teléfono. Algo que no podía explicar se le acumulaba en las entrañas, como sólo puede acumularse el oxígeno en la sangre, cada vez que pensaba en su madre abandonada por Rufus Sobeck. Sí, seguramente lo odiaba: claro… y esa era una experiencia que él jamás había tenido el gusto de experimentar.
Mientras el juego seguía su curso, Ulises Dávila se iba haciendo testigo de cómo Rufus Sobeck se volvía cada vez más destemplado e irascible, con el vaivén de la fortuna. La riqueza no le alcanzaba nunca, ni le iba a alcanzar jamás. Entrampado como estaba por cuenta de su vida doméstica, y obligado a revalorar las pensiones de dos de sus ex-cónyuges, con cada nueva ganancia que conseguía en los casinos.
Lo que Rufus llamaba el “negocio del siglo” para Ulises era otra cosa: una sensación poderosa (de venganza) que le conectaba por vez primera con la parte de atrás de sí mismo. Se sentía inundado por una onda de bilis negra y violenta. “Así que esto era el odio” —se dijo— y en ningún momento lamentó no poder experimentar un sentimiento menos denso, más amable; y es que el odio estaba bien. Sentir era sentir. Y a eso, precisamente, había ido él allí: a ver si podía sentir algo más allá del desapego impasible en el que le mantenía ese diábolo sin nervios que le soplaba los números.
Ganaron a más no poder. Los crupier les miraban indiferentes, el público se apretaba alrededor de su esquina y los guardias de seguridad transmitían sus recelos detrás de sus comunicadores. A a la hora convenida, ganaron la última ronda, amontonaron las fichas, las cambiaron en la taquilla, metieron el dinero (que era muchísimo) en un maletín que Rufus Sobek se encadenó a la muñeca, y salieron por la puerta principal del Gran Casino. Allí mismo, y como si fuera una escena de película: una mujer espléndida, vestida de joyas, con los brazos montados en jarras como un ánfora de terracota, se abalanzó rotunda. Era la última de las señoras de Sobek y no estaba de buen humor.
— ¡Vámonos!— le dijo Ulises Dávila a su pretendido padre, empujándolo como a un becerro hacia un costado de la acera. Rufus Sobek corrió, pero la mujer, agilísima, se le volvió a poner por delante, esta vez con los brazos en cruz abiertos como si fuera el Cristo del Corcovado, y de un solo manotazo agarró el maletín por el asa y comenzó a tirar con fuerza. Ulises Dávila, casi tan asustado como el propio Rufus, atinó apenas a apretarle la muñeca a la ex mujer de Sobek, hasta lograr que abriera el puño y soltara el maletín, y le encaminó hasta la acera de enfrente; pero antes de que pudiera alcanzar el otro lado, Rufus Sobek se plantó muy firme en la mitad de la calle, pareció decirle algo a Ulises y luego le hizo una reverencia, y se lanzó con impecable precisión bajo las llantas de un camión.
Lo siguiente que se vio fue cómo volaban sobre el pavimento los billetes manchados de sangre.
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